Seguidores

martes, 3 de abril de 2018

Vino amargo



Vino amargo recibió el 3er Premio del V Certamen de Relato Corto Cártama Creativa, en el año 2008






Esta historia, aunque la vida ha tardado casi cuarenta años en perfilarla, comienza una mañana gris de finales de noviembre del año setenta y seis. Lisboa amanece en una bruma pesada y una luz mustia se desliza sobre los tejados de La Alfama. Ha dejado de llover hace unas horas aunque la humedad ha depositado en el aire un poso de melancolía antigua que se cuela en el piso que habita Abelardo Santiago, rocía los muebles, golpea sobre las paredes, y se expande por cada rincón como un charco de sombras.

         Abelardo se calza sus zapatillas de cuadros sentado en la cama. Es una cama de hierro forjado, alta, que va soltando gañidos de muelle viejo y de la que Abelardo le cuesta bajarse. Ha buscado las zapatillas con la punta de los pies y los ha deslizado dentro mientras mira al techo. En el centro, junto a una lámpara de cuatro brazos que llora lágrimas de vidrio y que alumbra por uno sólo de los brazos, las lluvias de la noche han desprendido una lasca que ha ido a parar sobre la cama. Es una más de las que se han desgajado del techo en los últimos meses, pero Abelardo, según se levanta, piensa que esa podía haberles matado. 

El resto de la habitación está cargada de muebles antiguos, como la cama y la lámpara que los alumbra con su luz deficiente de una sola bombilla. Hay un ropero de roble de dos puertas y un espejo que la humedad ha pelado hasta el punto que se pueden ver, a su través, los tableros vencidos por el moho, y una pared que, a trozos, muestra una costra de verdina espesa. Hay un baúl de junco con pletinas mohosas de latón, recuerdo de Namibe. Una mesita de noche a cada lado de la cama del mismo color que el ropero, y una peinadora estrecha, de un solo cuerpo, con un espejo cuadrado donde la mujer, sentada en una silla de enea, se alisa el pelo.

         La mujer se llama Cesárea. Tiene casi sesenta años. Es bajita y menuda y sus brazos bailan entre las mangas de la bata mientras desenreda su pelo frente al espejo de la peinadora. La melena le cae lacia sobre los hombros, y la mirada se le adentra en el azogue con un aire de extravío más propio de un recién nacido que de alguien que viene de vuelta de todo. Se diría, mirándola, que Cesárea está por descubrir el mundo.

         Hace tres años que Cesárea no habla nada. Desde una mañana del año setenta y tres que enterraron el cuerpo destrozado de su hijo en el Cementerio Dos Prazeres. Terminó un padrenuestro que dijo con todas las letras, secó sus lágrimas con el puño del vestido, tensó sus rasgos en un gesto duro, plisó los labios que parecían querer reventar en una carcajada de rabia, y calló para siempre.  

         Algunas mañanas Abelardo ni se acuerda de Cesárea cuando se levanta. Su lado de la cama está frío del tiempo que lleva sentada frente al espejo y el rasgueo del peine en la penumbra, de monótono y rítmico, parece un elemento más de ese silencio que domina a toda la casa. Pero esta mañana despertó alarmado cuando en la duermevela del último sueño se volvió y palpó, en el otro lado de la cama, un pedazo de escayola que debió desprenderse del techo mientras dormían. Saltó de la cama y encendió la luz. Cesárea se pasaba el peine por el pelo, en la penumbra, y Abelardo se sentó de nuevo en la cama, con la certeza de que su mujer habitaba ya en otro mundo y que sus silencios, más que el efecto de una promesa antigua, es el síntoma de que ha empezado a morirse. Claro que eso Abelardo tampoco sabría explicarlo y se limita a levantarse de la cama, otra vez, cubrirse con el batín de a cuadros, a juego con las zapatillas, y mirar el reflejo de su mujer en el espejo.

          —Haré café — dice al pasar a su lado.

Va hasta la cocina. Prende la hornilla y acerca un cigarrillo al fuego. Lo gira sobre sí, con la mirada extraviada en la flama, y lo toma entre los labios. La primera bocanada le provoca una tos seca que convulsiona su cuerpo. Se toca el pecho. Escupe en el fregadero toda la humedad que la noche ha depositado en sus entrañas y abre el grifo. El caño petardea un esputo de aire antes de que el agua arrastre la bilis por el sumidero. Se siente cansado y busca, en el primer estante de la alacena, un cartucho de café que abre con sus manos temblorosas.  El café se desparrama sobre la encimera, sobre su camiseta blanca con lamparones de derrames viejos, sobre sus manos, que tiemblan como un redoble de timbales silenciosos, y se mesa el pelo con ellas, impregnándose de polvo la cabeza y acercándose un olor viejo de madrugadas antiguas.

         La memoria huele a café, se dice mientras sacude el polvo de la camiseta y busca con los ojos la botella de amarguinha. La memoria es una casa con goteras, se dirá algunas horas después, frente a la bajamar, en la orilla del Tajo. Pero ahora sólo piensa en la botella de vino amargo, que le vendría bien un trago y sentir el calor que baja a las tripas, como si eso pudiera curarlo de tanta humedad y tanto silencio. No recuerda que apuró anoche el último aliento y la botella, vacía, debe estar en el cubo de la basura.

Apoyado en la encimera aguarda hasta que el burbujeo del café sella el silencio de la casa con su bullicio de espumas y regresa a la habitación para avisar a Cesárea de que el café ya está listo, aunque en el pasillo se vuelve para izar las persianas y abrir la puerta del balcón. Le cuesta trabajo batir el cierre de madera, hinchado por la humedad, pero al fin cede. Levanta las persianas y una luz ambigua que se cuela entre las brumas ilumina su cara y sus manos, que ya buscan el paquete de tabaco en el bolsillo de la bata. Una luz de cenizas se esparce sobre un paisaje de tejados musgosos y ennegrecidos. Es un horizonte de blancuras retintadas, con cables que vienen y van en un entramado volandero y enmarañado, antenas de televisión disputándose los privilegios del éter, y una mansedumbre vieja, posada, donde ni el sol en sus días más espléndidos es capaz de aflorar el más pequeño de los rubores. Los tejados de La Alfama son tejados grises aún cuando no llueve. El desaliento ha maquillado el pellejo de las casas con una costra de tiempo y sarro y pareciera que esa misma decadencia lenta y fantasmal las dota de las fuerzas para aguantar, impávidas, el devenir de las lluvias, la soledad, y las fluctuaciones caprichosas de la memoria. Instalado en este paisaje, vive Abelardo desde hace treinta y cinco años. Desde poco después de que llegara a Lisboa del otro lado del Guadiana, y aunque ahora, mientras mira los tejados ya le parece que entonces el paisaje era tal y como lo ve, sí recuerda que otro calor habitaba su casa; otra luz parecía entonces entrar por esa puerta que ha abierto. Era otra edad, piensa, mientras apaga el cigarrillo contra la suela de su zapato y arroja la colilla a la calle.

 —Ya está el café —murmura desde el umbral del cuarto, sin entrar.

         La mujer ha oído sin dejar de pasarse el peine por su melena gris y mira de reojo, a través del espejo, los cascotes que cayeron sobre la cama. Pasa una mano distraída sobre la grieta que en zigzag baja desde las molduras, transcurre junto al azogue y cae, como un rayo de mampostería, sobre el reflejo turbio de un charco que el desnivel de las losetas ha remansado con un silencio que sólo el agua sabe guardar y al que Cesárea corresponde con el suyo: un silencio portugués espeso, con ramazones de amargura y el peso de una demencia donde Abelardo ha sabido descifrar, en ese gesto silencioso que le ha descrito los estragos del agua y la vida carcomida, el reproche con que Cesárea dinamita cualquier posibilidad de que se reconcilie alguna vez con la suerte que le ha tocado vivir. Y quisiera decírselo, amortiguar tanto silencio con sus propios reproches, pero a cambio, como si otra persona hablara por su boca, le dice a Cesárea que esta misma tarde irá a donde don Joao para exigirle de una vez por todas que les arregle la casa.       








         Don Joao Fonseca es el propietario del piso donde Cesárea y Abelardo habitan desde hace treinta y cinco años, y vive en un piso de su propiedad en la Rua Augusta. Desde el balcón que hay en la sala de las visitas se alcanza a ver el Tajo y su paso lento y apacible. A Abelardo le gusta ese balcón porque hasta él llegan los bullicios de la Praça do Comercio; ese trajín de automóviles y de gentes que trepa por las fachadas y se cuela por la puerta de la balconada como una vida de muchos colores. Abelardo toma de ese aire y observa el hormigueo que no cesa aún en los días en que la lluvia acelera los pasos de los transeúntes, y espera con la paciencia del que no tiene nada que hacer a que don Joao le reciba en su despacho y salga de detrás de su mesa de caoba para abrazarle. Abelardo recuerda aquella mesa, que es como un latifundio macizo donde germinan los papeles, mientras fuma acodado sobre la balaustrada del balcón.

         Fue hace tres años, cuando don Joao lo citó para darle el pásame por la muerte de su hijo, la única vez que lo pasaron al despacho. Permítame que dé un abrazo al padre de un patriota, le dijo, y lo estrechó que parecía que quería ahogarlo, y le besó en la frente, y lo tomó de los hombros y mirándole a la cara, que es como mira un hombre de palabra, lo invitó a sentarse y a pedirle que contara con él para lo que hiciera falta. Sea lo que sea, don Abelardo, que para estos momentos difíciles es para lo que estamos los amigos.

         Abelardo aplasta el cigarrillo contra la suela de su zapato y se guarda la colilla en el bolsillo de la chaqueta antes de regresar al salón. Del techo, alto y limpio, cuelga una lámpara de muchos brazos, una fronda de orfebrería que irradia una luz que a Abelardo le parece excesiva y lujosa, como los sofás que flanquean dos de las tres paredes abigarrando la sala con filigranas de cachemir o la mesa con tapas de cristal, recia y maciza, que en el centro de la habitación marca el único punto de sobriedad. Es una sala amplia, y Abelardo ha calculado que en ella cabrían todos los muebles de su casa. Y seguramente sus recuerdos, todos, cabrían en las tres fotos de gran tamaño que adornan las paredes. Son los viñedos de las Bodegas Fonseca, en Vila Moura, le dijo alguna vez el secretario de don Joao. Estas fotos le provocan a Abelardo una honda y extensa tristeza, una aflicción que seguramente tendrá que ver más con el silencio que retratan que con los recuerdos que le vienen de los viñedos de Villanueva. La que más, una foto que ha vuelto ocre el sarro de la edad, muestra en la lejanía una casa solitaria y blanca hasta donde corren las hileras de las cepas, empequeñecidas a medida que se aproximan a ella y se alejan del objetivo del fotógrafo. Abelardo, que no sabe de perspectivas, mira la fotografía como si mirara una mentira. Esa foto tiene un algo de ahogo a pesar de que capta la extensión del aire. Será la aridez aparente de la tierra, piensa aproximándose hasta tocar el cristal con la nariz, hasta oler el acre que levanta el polvo mojado, el vapor de las primeras aguas de la primavera, el sigilo con que la uva se infla atravesada por la luz. Y eso desasosiega a Abelardo, que no entiende, y que insiste en mirarla para que le trasmita esa paz que no encuentra ni aunque sea capaz de verla.

         Abelardo mira el reloj y tose. Se palpa el bolsillo de la chaqueta y quisiera encender otro cigarro. Se acerca hasta el dintel que separa a la sala de las visitas y el recibidor y asoma la cabeza por el pasillo que corre en dirección al interior de la vivienda. La puerta del fondo sigue cerrada, como cuando llegó hace algo más de tres horas. Tose de nuevo, carraspea y, ante el silencio de la casa, se aventura unos pasos por el corredor, distraído. A mitad del pasillo, saliendo de una habitación muy iluminada, el secretario de don Joao lo retiene del brazo.

         —Creo que volveré mañana —dice Abelardo sin dejar de mirar la puerta del fondo—. Ya se me hizo tarde. 

         —Está bem. Vocé me diz e eu conto ao Sr. Joao…

         —Déjelo. Ya si acaso mañana vuelvo.

         —Como vocé queira.

         El secretario de don Joao, que no ha dejado de agarrarlo del brazo, lo acompaña hasta la puerta principal. Descorre los pestillos sin dejar de sonreír, le cede el paso y antes de despedirlo, como si acabara de recordar algo de muchísima importancia, le retiene y le pide, con la mano levantada, que espere. Abelardo se siente agotado, y quisiera decir algo más, pero se mira los zapatos y se muerde los labios. El secretario regresa en un minuto con una cajita estampada de vivos colores donde Abelardo reconoce, a manera de lacre impreso, el distintivo de las Bodegas Fonseca.

         —De parte do Sr. Joao. —dice el secretario— Amarguinha.

         Abelardo, que ha agarrado el paquete con las dos manos y lo mira, detenidamente, murmurando en un torpe portugués con muchas zetas las letras del envoltorio, agradece con la cabeza y se vuelve. Baja las escaleras sin encender la luz.

         En la Rua Augusta sigue la lluvia. Abelardo abre su paraguas y camina en dirección a la Praça do Comercio. Una luz como de plomo se levanta sobre el Tajo. A Abelardo le parece oír el rumor de las aguas que bajan al Atlántico como una llamada que desde el silencio le va procurando una calma desconocida. Se deja ir como si no fueran sus pasos los que le trasladan hacia ese susurro de mar que se amplifica y lo aísla. Cruza el Arco del Triunfo, los raíles del tranvía, los adoquinados pavimentos de la plaza y se detiene junto al pretil que separa al paseo del curso cimentado del río. Abelardo observa las cotas marcadas en el hormigón. Es la bajamar y el agua corre hasta el océano con un impulso imperceptible. Abelardo quisiera comprobar la fuerza de la corriente, pues el agua se repite a sí misma, como una prolongación líquida del mirador de la plaza. Pareciera que está quieta. Mira a su alrededor. Al otro lado de la explanada un tranvía descarga a los que vienen de Belem y carga a los que van a La Alfama. Es su tranvía, y no quisiera tomarlo para no tener que ir a la desolación de las paredes mohosas y el silencio de Cesárea. Se vuelve hacia el río. Arroja el paraguas abierto y lo ve balancearse mecido por la marea.

Aún tardará un poco en perderlo de vista, pero Abelardo ya ha calculado a qué altura del estuario su cuerpo acabaría vencido por el abismo.









         Cesárea pellizca la hogaza que hace rato depositó sobre la mesa. Piensa que hace tiempo que no come pan crujiente y se lleva a los labios una migaja que cabe entre la pinza que forman sus dedos. Le da vueltas en la boca, sin tragarla. Es como si la humedad la desinflara, piensa sin dejar de mirar cómo la lluvia golpea contra las ventanas con un repique violento. Las persianas que enrolló Abelardo antes de salir, por si entraba la luz, tabletean contra el cristal movidas por un viento nervioso, y a través de los vidrios nota que el aliento del aire hace tremolar los visillos; los infla y desinfla con una cadencia sinuosa que Cesárea sería capaz de mirar durante horas sin por ello tener la percepción de que el tiempo pasa. Porque el tiempo no pasa en casa de Cesárea y Abelardo desde que le mataron al hijo en Angola, o desde que la casa se cae a trozos vencida por la humedad, o desde siempre.

         Le parece oír las tres vueltas de llave de la cerradura. Cada golpe de cerrojo es como una punzada, como un pellizco en su corteza desinflada por la humedad y la desolación. Deja de respirar, para oírlas mejor, aunque sabe que ese es un sonido que escucha hasta dentro de sí, como una voz que en el alma le clama una venganza por las horas que ha pasado sentada oyendo llover. 

         Apoya las palmas de las manos sobre la mesa y se incorpora con dificultad. Comprueba que no falta nada, que cada cosa está en su sitio —los cubiertos, las servilletas dobladas en cuatro pliegues, la jarra del agua, la loza— y va hacia la cocina.

         Abelardo ha entrado sin saludarla. Empapado. Y fuma apoyado en la encimera de la cocina. La mira cuando la siente entrar y se saca la botella del bolsillo de la chaqueta.

         —Amarguinha —dice mientras la deposita en la encimera, y miente: —Don Joao dice que para la primavera… cuando cesen las lluvias, nos arregla la casa.

         Cesárea se acerca a los fogones. Destapa el perol. De su fondo escapa un vapor exhausto, apenas un vahído que se derrite de frío, y Cesárea prende la hornilla para calentarlo. Abelardo tose. Cesárea lo mira.

         —He perdido el paraguas —dice, y abandona la cocina.

         Desde el dormitorio le llega la tos seca de Abelardo, que reverbera en las paredes de la casa como en un cuenco vacío. A Cesárea le parece que la casa está más desierta que nunca y por eso el eco vibra con otra fuerza. Le parece estar oyendo, en esa tos que choca en las paredes, la soledad pasar por su cocina, por su perol —del que escapa un burbujeo apagado que se confunde con el chapoteo que se levanta del patio— y por la botella de amarguinha que sobre la encimera, contra el fuego de la hornilla, centellea con una luminosidad fría y rancia.  Cesárea no se da cuenta, pero ha tomado la botella, la ha descorchado —para adentro, empujando con un chuchillo— y ha tomado un trago largo. Sabe a tierra mojada y a almendras. A vida y a fuego bajando por la garganta. Toma otro trago. Lento. Podría ver la luz si cerrara los ojos, pues el líquido le va encendiendo el alma con una claridad verdosa. Es la euforia del vino, piensa mientras destapa el perol. Bulle el caldo en un hervor impetuoso y antes de apaciguarlo con un chorreón de la botella, toma otro trago largo y prolongado. Podría pasar el resto de su vida así, mirando la botella vacía, leyendo las letras que en semicírculo recorren el emblema de las Bodegas Fonseca.

         Vinho, sorte e esperanza, lee Cesárea entornando los ojos, balanceando su cuerpo al compás de una entonación silenciosa que apaga el tono monótono y único de la lluvia.

          —Sim. A esperança de que me mate um raio —grita al fin. Y su voz le suena como si nunca antes la hubiera oído.





© j quesada, de las fotos y el texto




2 comentarios: