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martes, 27 de febrero de 2018

Tiempo de palomas






 Este relato recibió el primer premio en el VI Certamen de Relatos Villa de Cabra del Santo Cristo, en el año 2010.

 







Fernando Lozano Teruel tenía veinte años cuando un cascote desprendido de la fachada de la Telefónica le abrió la cabeza. Fue, dicen, el primer cañonazo que ocurrió en Sevilla. Los agujeros de la metralla aún podían verse cuando su padre, don Santiago Lozano, después de quince años de luto, iba hasta un banco de la Plaza Nueva y pasaba las horas muertas tirándoles miguitas de pan a las palomas. Llegaba a eso de las seis de la tarde, se sacaba el pañuelo del bolsillo de la chaqueta, lo desplegaba al aire con empaque torero, lo dejaba caer sobre el banco —como el que tiende una sábana minúscula— y se sentaba en él hasta que la tarde caía tras las siluetas de los edificios. A veces contaba las picaduras que aquellos primeros tiros levantaron sobre la fachada de la Telefónica; cinco, seis, siete…, pequeñísimas melladuras que confundía con las huellas que el tiempo había ido labrando en sus paramentos de piedra; o se abstraía durante horas, con la mirada perdida en la fronda de las palmeras, mientras los pájaros picoteaban los dátiles hasta dejar sus racimos desnudos. Alguna vez se le vio hablando con algún conocido pero, más pronto que tarde, acababa por sacar su reloj de leontina del bolsillo y preguntaba si había visto a Fernando. Al poco chascaba la lengua, por no mordérsela, y volvía a ese mutismo casi natural en el que había vivido los últimos doce años, pero tarde ya para que su acompañante no se levantara con un condiós más compasivo que cortés y se alejara murmurando para sus adentros que al pobre viejo le habían comido los sesos las palomas.
Otras veces echaba un brazo en el respaldo forjado del banco, apoyaba la cabeza, y se dormía. Así fue como lo encontró Irene Bermúdez el día que decidió ir a buscarlo.   
Irene rondaba los cuarenta años, aunque no parecía mucho más joven que don Santiago. Las humedades de las celdas y las hambrunas de los ranchos le habían cuarteado el pellejo y la tisis le había dejado para siempre unas ojeras que acentuaban su mirada triste y desconfiada y una tos roja que a cada tanto tenía que abortar con el pañuelo, y aunque había salido de la cárcel hacía dos semanas, aún le parecía oler a colchón apulgarado y a letrina. Arrastraba esa confusión de alma en pena de los recién liberados y el asombro del que descubre el mundo de nuevo, a la vez que una irrevocable pesadumbre por el tiempo vencido que ni la alegría de abrazar de nuevo a su hijo sin el impedimento de las rejas supo aminorar.       
Se sentó al lado de don Santiago y observó las palomas que picoteaban el pan desperdigado a sus pies, ajenas, habitando ese tiempo sin dimensión de vuelos y de arrullos, intemporales y sin pasado donde anclarse, tan libres en su albedrío que hasta le pareció que transmitían un regocijo remoto y un mensaje de armonía bulliciosa que ella no estaba dispuesta a compartir. Iban y venían, picoteaban su ración de pan y se elevaban hasta las palmeras, inmunes a cualquier desaliento. Al otro lado del banco, don Santiago dormía como un niño.   
Así permanecieron, uno en un sopor de animal invernado y la otra en la tensa espera de verlo emerger de los abismos del sueño, hasta que la plaza se fue cerrando con las sombras de los edificios y llegó otra vida a llenarla con sus bullicios de automóviles y de críos que jugaban al aro y componían escenas bélicas inocentes con muertes de mentira, ajenos también, como las palomas, a ese otro tiempo ido de tiros y venganzas. Estaba a punto de levantarse cuando al viejo se le venció la cabeza y se espabiló de golpe. La miró, recompuso su figura en el banco y la saludó cortésmente con una ligera inclinación a la que Irene correspondió con lo primera ocurrencia que tuvo, que fue una broma maliciosa sobre la conveniencia de no quedarse dormido al albur de las palomas.
—A mi edad —le contestó—, una persona se duerme hasta de pie.
Se sacudió las migas de pan de los pantalones, alcanzó su sombrero y buscó en el bolsillo su reloj de leontina. Entornó los ojos para ver las agujas y murmuró algo sobre Fernando, luego se levantó, se llevó la mano al ala del sombrero y caminó despacio hasta perderse entre los viandantes. Irene no hizo el más leve intento por retenerle. Tan vulnerable lo vio, tan poca cosa, y tan sombrío, que la escasa determinación que le quedaba se le escurrió del cuerpo y se quedó vencida sobre el respaldo del banco. Notó que lo que había sido rabia se tornaba en una pesadumbre que le provocó el mayor destrozo de cuantos había sufrido en los últimos años: sentía lástima. Por primera vez en tanto tiempo se preguntaba si tenía algún motivo real para odiarle y si, como le dijeron los suyos, no sería más práctico el olvido que el rencor y más leve desfigurar la memoria que encumbrarla con heroísmos de novela.   
Se levantó y decidió que la próxima vez no iría sola.




El único hijo de don Santiago Lozano había muerto quince años atrás, ya lo hemos dicho, en una de las esquinas de la Plaza Nueva, cuando entonces se llamaba de La República. Si uno acude a los distintos documentos que registran los sucintos pormenores de esta muerte encontrará que recibió una bala en la cabeza proveniente de un fusil apostado en la azotea del edificio de la Telefónica, que el proyectil entró por el hueso parietal y salió por los dientes y que, aunque hubo alguna dificultad en reconocerle por los estragos que el agujero de salida le produjo en el rostro, su filiación fue corroborada por varios testigos que refirieron, al pie del cadáver, que había llegado con el grupo de falangistas que apuntaba contra el edificio. Mentiras. La verdad es que Fernando había pasado toda la mañana montando barricadas en el Altozano, junto a su novia y otros afiliados de la Juventudes Socialistas, que en algún punto sin determinar entre el Puente de Isabel II y la Plaza de La República debió unirse a los que corrían tras los primeros rumores que hablaban de que los levantados habían posicionado una pieza apuntando al edificio de la Telefónica, que fue de los pocos que no se entretuvieron en saquear palacios y en quemar iglesias, y que a eso de las dos de la tarde un cañonazo desprendió un cascote de la fachada y le destrozó la cabeza.
Don Santiago Lozano fue avisado del suceso cuando ya Fernando yacía en una fosa común, junto a otros que sí habían tenido la oportunidad de recibir su tiro de gracia. Movió los hilos que pudieron sus influencias para colocar a su hijo entre los nombres afectos al levantamiento y hasta se procuró una tumba vacía en el cementerio de San Fernando y un epígrafe en el registro del libro de enterramientos. Fingió el desenlace de su biografía, ya que no pudo encarrilársela mientras estuvo vivo, y se consoló con el convencimiento de que así honraba la memoria de su hijo, al tiempo que defendía su propia dignidad. Durante quince años, al menos, así lo entendió. Pero no se crea nadie que don Santiago mudó sus convicciones por certezas o argumentos ajenos, sino porque a sus ochenta años supo, por sufrirlo en carne propia, que no hay ningún honor en la mentira, sino un escarnio silencioso y tenaz capaz de remover la sangre hasta encenderla.
Esa era una de sus amarguras cuando Irene Bermúdez lo encontró en aquel banco de la Plaza Nueva. La otra era haber amado a su hijo con un amor distante y sin caricias. Para entonces no era vacío lo que sentía; había superado ya la ausencia del hijo muerto como había superado otras pérdidas: la muerte de doña Pilar Teruel, su esposa, con la que vivió un amor casi célibe y sostenido sobre los andamios de un cariño convenido desde la cuna de ambos, y la venta de sus negocios de telas a una familia de británicos que tardó poco en liquidar sus existencias de popelín, pana y satén para proveer sus escaparates y sus almacenes con camisas de paño inglés importadas desde Barcelona. Sus dos únicas pasiones, por las que vivía y por las que hubiera muerto y matado. Por su hijo Fernando no era pasión lo que sentía, sino más bien un compromiso que se agrandaba a medida que iba creciendo al margen de sus convicciones más básicas y abrazaba aquella fe laica que hablaba de igualdades y repartimientos, al otro lado del río, entre el humo de los alfares y las proclamas que atentaban contra los de su propia estirpe, arrastrado por aquella mujer del arrabal que, según le dijeron muchos años después, trabajaba el barro con manos de diosa. Ese compromiso, como una transacción comercial que se arregla con un apretón de manos, o como su mismo matrimonio, marcaba las pautas de vida de don Santiago hasta el punto de que el desafecto y el desapego formaban parte de un amor del que no tuvo conciencia hasta muchos años después de enterrado su hijo, cuando ya era tarde para una reconciliación que debió pactarse el mismo día que doña Pilar lo trajo al mundo en la habitación principal de su casa. Porque el niño vino con el pan bajo el brazo, es cierto, con un próspero negocio que heredaría cuando a su padre no le alcanzara la vista para repasar cuentas y albaranes y una casa grande de dos plantas, patio interior y recias escaleras de alabastro, donde perpetuar su linaje, pero también traía escrito un distanciamiento que quedó patente cuando don Santiago, después de una madrugada en vilo, fumando cigarro tras cigarro en el balcón, tomó en sus brazos al niño, rojo, congestionado aún por la trabajera del parto, y comprendió, al distinguir en la cara de su esposa un gozo y una luz hasta entonces inéditos, que aquella criatura venía a malograr la última esperanza de amarla y ser amado con un amor de verdad. Lo devolvió a los brazos de su madre, le dio un beso a doña Pilar con el que apenas rozó su frente aún sudorosa, y salió de la habitación con la certeza de que nunca logaría amar a su hijo como sangre de su sangre, sino como fruto de un amor pactado y a conveniencia, que es lo que era su farsa de matrimonio con aquella mujer que se le había dado fría y distante en cada una de sus noches.
Desde el día de su boda doña Pilar se había entregado al rito carnal con impavidez de roca, pero con el ánimo secreto de traer al mundo a una progenie bulliciosa que viniera a suplir con su alegría las vastedades recias de su casa y a dar sentido a un vacío que se agrandaba con la sola presencia de don Santiago. Mientras más se esforzaba en amarlo, mayor  era su rechazo y su repugnancia, apenas atenuados por una lástima sincera hacia aquel hombre que jamás entró en su lecho sin anunciarse y sin pedir permiso y que la recorría, con los ojos cerrados y la luz apagada, con cautela más propia de cirujano que de amante.
Doña Pilar nunca cumplió su empeño y su progenie se quedó en uno. Un niño moreno que heredó de su padre el pelo negro y siempre revuelto y de su madre el talle enclenque de puro hueso y una mirada distraída que, desde temprana edad, parecía posarse, con el pasmo de la eterna sorpresa, sobre los muebles y las cortinas durante horas, alimentando un espacio interior con ensoñaciones propias de proletario, según diría su padre tantos años después,  o con una extensión que no conseguían abarcar sus ojos, más allá de aquellas paredes, hacia el río y el arrabal de Triana, según pensaba su madre cuando supo de aquella novia que modelaba lozas en los alfares del arrabal. El caso es que don Santiago no volvió a traspasar las puertas del dormitorio de su esposa, y su esposa, con cuarenta años recién cumplidos, jamás sintió la urgencia de llamarlo a su lado, entretenida en sus labores de madre y estrenando cada día la alegría de ver crecer a su hijo en las vastedades cada vez menos tristes de su casa. Don Santiago le guardó fidelidad, aún después de muerta, y prolongó su celibato hasta el fin de sus días, acostumbrándose a amarla a una distancia prudente, procurándole hasta los más ridículos caprichos, conformándose con compartirla con el aire de las habitaciones y oyendo su voz como podría haber oído la voz sin resonancias de un fantasma. Se pactó una distancia entre ambos, de modo tácito, como se había pactado años antes su matrimonio, y se propuso amar a Fernando con lo misma medida e implicación que le imponía su esposa. Sin aspereza. Sin que una brizna de resentimiento viniera a pintar de antipatías lo que debiera sentir por aquel ser venido de su sangre, pero con un afecto lejano y juicioso.
Fernando fue creciendo entre la devoción desmedida de su madre y el desinterés no disimulado de su padre, que lo mismo hacía funciones de tutor, mostrándole por la mañana con espíritu académico las buenas costumbres que su madre malograba en las tardes blancas de paseos por La Alameda, que de maestro comercial, instruyéndole en los entresijos de la compra y venta de los tafetanes, la geometría precisa de los cortes o los colores de temporada, sin sacar el más mínimo provecho porque, como años más tarde reconocería, Fernando era un niño al que los conocimientos le entraban en las venas por vía del amor, y él nunca fue capaz de transmitirle un gesto cariñoso mientras le ponía al tanto de la vida.            
Un día supo que cada tarde, tras salir de la oficina, cruzaba el río y hasta bien entrada la noche permanecía en Triana. Fernando tenía dieciocho años y hasta entonces se había criado en un paisaje sucinto entre el negocio familiar, la casa y el Círculo, con escarceos dominicales a La Alameda y excursiones que nunca iban más allá de este lado del río, y aunque imaginó que ya le había llegado la edad de las tabernas, la edad en que la sangre bulle con otros ánimos más ansiosos, arrinconó a doña Pilar contra la mesa del salón principal, la tomó del brazo con una energía que hasta entonces nunca había exhibido y, por primera y última vez en su vida, se atrevió a darle una orden. Doña Pilar le mantuvo la mirada, se zafó de su mano con un gesto suave y le contestó, mientras se volvía a su dormitorio, que ya no eran horas de prohibir, que se había enamorado y que el amor no entiende de convenios. A partir de entonces no supo de los amoríos de Fernando más que por las conversaciones llenas de claves y secretos que mantenía con su madre, que la muchacha trabajaba en un alfar, que no iba nunca a la iglesia y que compartía una vivienda de dos cuartos con seis hermanos y un padre al que el humo de las tejas lo había terminado por postrar en un colchón del que sólo se incorporaba para escupir polvo y orinar barro.
Cuando los tiros amainaron y Sevilla se sumió en la paz tensa de una guerra que buscaba sus frentes hacia el norte, don Santiago sintió la necesidad de hallar algunas respuestas a la muerte de Fernando; no le bastaba para consolarse con imaginarle abstraído y alelado por aquella mujer que hacía jarrones y levantaba barricadas, y aunque la compuso en su fantasía con un poderío físico capaz de absorberle los sesos a cualquier hombre, hasta el punto de hacerle renegar de su fe o del lugar que le había tocado por nacimiento, su sentido estricto del amor y el rigor de sus propias convicciones le sembraban de dudas a ese respecto. No conocía ninguna fuerza más poderosa que la familia, ninguna razón por la que renunciar a ella o, incluso, envilecerse hasta el punto de vagar por su casa como una sombra que ignoran su propio hijo y su esposa. Aún así, al principio, no intentó saber de ella, convencido de que a esas alturas su cuerpo andaría sepultado en alguna fosa, y luego porque la muerte de doña Pilar le sumergió en una soledad profunda de casa sin ruido y sin olor que le apartó del mundo para siempre.
Doña Pilar murió a los seis meses exactos de morir Fernando. Desde entonces no había levantado cabeza. Dejó de comer y sólo hablaba para rogarle a su marido que encontrara el sitio donde había sido enterrado su hijo, se atavió de luto riguroso y comenzó a vagar por los pasillos de la casa como una sombra, anticipándose a su propia muerte, y saliendo de ella sólo para llevar flores a aquella tumba vacía del cementerio de San Fernando. Dispuso su alma el diecisiete de enero y el dieciocho, a las dos de la tarde, dejó de respirar. Don Santiago quedó solo para siempre, amarrado a una soledad como no había conocido, rastreando, mientras permanecieron en la casa, aquellos olores que recordaba de su esposa, avizorando entre las sombras la ilusión de verla aparecer por los pasillos y rastreando en el crujido de las maderas de los muebles un espejismo de pasos que se acercan y nunca llegan. Y supo con qué ímpetu disimulado la había amado, con qué oculta pasión se había sostenido durante cuarenta años, y con qué vileza había desterrado a su hijo de sus pensamientos, y comprendió, tarde para enmendarlo, que hubiera conquistado a aquella mujer esquiva y fría como una piedra a poco que hubiera aprendido a amar a aquel ser de sus entrañas. Descubrió una dimensión nueva en ese amor que había negado a su hijo y comenzó a sentir la pena irreparable de no poder volver atrás. En las soledades inmensas de su casa se vio a si mismo jugando con él, besándole su frente minúscula, revolviendo su pelo y, en medio de sus fantasías de viejo, disfrutó de la risa franca de doña Pilar observándoles desde sus labores de costura, desde el patio, desde los corredores sin fin de su casa, desde una alegría que nunca había existido y nunca jamás existiría. Todo esto supo en aquellas vastedades sin habitar.   
Al terminar la guerra, con sesenta y ocho años cumplidos, liquidó sus negocios, se enclaustró en su casa y con ochenta fue por primera vez a aquel banco a contemplar las melladuras del tiempo y las balas sobre la fachada del edificio de la Telefónica, donde un día lo buscó Irene Bermúdez y lo encontró dormido, con el brazo izquierdo apoyado sobre el respaldo forjado y la cabeza echada sobre el brazo.




Los grandes espacios abiertos la empequeñecían aún más dentro de su vestido de domingo. En la cárcel había tenido que acostumbrarse a las angosturas, a los pequeños espacios donde se hacinan las sombras, a los paseos circulares junto a paredes renegridas por el moho, y a caminar encorvada. Hacía el esfuerzo por erguirse y reponer en sus huesos hinchados por el reúma aquella antigua dignidad que le robaron a golpes, aunque sabía que ya nunca podría enderezarse y eso la hacía sentirse más vulnerable mientras más extenso era su entorno. El muchacho que la acompañaba la sujetaba del brazo y observaba, pasmado, la soledad inmensa de la plaza. Aún colgaban los farolillos y las banderitas rojas y amarillas del quince aniversario de aquella fecha de sangre, ajándose al sol de los últimos días de julio, petrificados bajo un cielo quieto y sin aire. Los pájaros y las palomas dormitaban entre las hojas de los naranjos o en las alturas de las palmeras, como criaturas disecadas dispuestas a tomar de nuevo la plaza y su tiempo a poco que el sol les ofreciera una tregua.
Se sentaron bajo una sombra. Ella se arregló el vestido, se lo alisó con aquellas manos hinchadas con las que había modelado las mil curvas de mil jarrones, y se enderezó cuanto pudo. El muchacho se sacó la gorra y se secó la frente con las mangas de la camisa, se tiró del cuello con dos dedos y buscó con la mirada a Irene. Cuando Irene asintió se desabrochó el primer botón de la camisa. Permanecieron un rato callados, observando el reloj del ayuntamiento y sus minutos lentos que marcaban las seis de la tarde. Calculaba que don Santiago, por el calor, aún se demoraría un poco, y hubiera deseado conservar aquella lucidez alegre de antes de la guerra para hablar con el muchacho de tantas cosas que aún tenían pendientes, pero él se anticipó a sus deseos y le señaló con el brazo extendido hacia una de las esquinas de la plaza.
—Allí fue, madre.            
Irene asintió. Hubiera querido hablar. Decirle que se parecía tanto a su padre que sentía el tiempo detenido en otra edad. En realidad era el mundo el que parecía retenido en las canículas de julio, sofocado bajo aquel sol de justicia, y hasta la nostalgia se achicharraba a fuego lento más allá de las sombras. No pudo articular palabra. Calló, sin dejar de mirar aquella fachada contra la que se estrelló el primer cañonazo que ocurrió en Sevilla para inaugurar un tiempo de amarguras y bocas calladas. El muchacho la acompañó en su silencio, mirando con ojos de asombro hacia las cuatro esquinas de la plaza y las ramas de los naranjos que comenzaban a agitarse con aquella vida minúscula de pájaros que se desperezan. La vida seguía. Nunca se había detenido, había marcado sus derroteros y los había seguido contra la voluntad de muchos y la determinación voraz de otros tantos. Irene imaginó que en aquella paz de árboles, de plaza deshabitada y canícula de siesta, el enemigo seguía al acecho, que quince años de régimen no habían hecho más que enquistar los rencores, que la lucha permanecía en la arena y que sólo quedaba esperar para que la justicia brotara de aquella tierra abonada por los caídos. Para ella era tarde. Se sentía mansa y terriblemente cansada y sólo se aferraba a la única esperanza de que don Santiago Lozano reconociera los rasgos de Fernando en los rasgos de su hijo.
Don Santiago llegó a la plaza a las siete. Desplegó al aire su pañuelo y lo colocó sobre un banco. Cuando Irene y el muchacho se acercaron el viejo ponía en hora su reloj con el reloj del ayuntamiento y no los vio hasta que no los tuvo delante. Don Santiago se tocó el sombrero, Irene correspondió asintiendo con la cabeza y el chico se quitó la gorra y la amasó entre las manos. Ninguno dijo nada. A Irene se le atragantó en la garganta el discurso que traía aprendido de memoria, a don Santiago se le paró el reloj del tiempo en los dedos al ver aquellos cabellos oscuros y revueltos, y el muchacho, con la mirada distraída, observaba con el pasmo heredado de su padre y de su abuela las primeras palomas desgajadas de los árboles y su vuelo vertical hacia las fuentes.
El tiempo de las palomas colmaba a la tarde blanca de arrullos cuando don Santiago Lozano se levantó del banco, extendió su mano y, por primera vez en su vida, pasó sus dedos sobre el pelo de su hijo.     



© j quesada, del texto y la foto


sábado, 3 de febrero de 2018

Cuerpo habitado



Este relato fue distinguido con el XVII Premio de Narración Breve "Julio Cortázar" de la Universidad de Murcia, en el año 2011.

 


Durante cuarenta años seguidos viví, sin salir un solo minuto de sus paredes, en una casa pequeña, blanca y acogedora, al pie de una carretera flanqueada de chopos.
A la casa la coronaba un tejadillo a dos aguas, uno de cuyos faldones caía sobre una azotea cuajada de verdina. En esa azotea, desde donde asistí a los cortejos fúnebres de mis padres y a las bodas de mis hermanos, se estancó la humedad de las lluvias de tantos años hasta filtrarse por los pilares y esponjar las paredes. Tenía la casa dos ventanas enrejadas por donde mis vecinos me alcanzaban las provisiones justas para no tener la necesidad de salir en tantos años de reclusión voluntaria, y los encargos de costura de los que he vivido de forma austera y silenciosa. Un jardincito en la parte delantera con un naranjo amargo y un patio trasero, pequeño, donde en tiempos hubo una pila que servía para lavar la ropa o para que los niños nos refrescáramos en las tardes de verano y mi padre se arrancara la grasa y el carbón, y donde asistí a mi primer deslumbramiento de mujer cuando Amador se desnudó ante mis ojos pasmados.
Cuarenta años pasé entre aquellas paredes, y sólo habría salido de ellas para mi propio entierro si antes no hubieran llegado los peritos con sus calibradores de cemento, sus cascos previsores, sus sonrisas oficiales y sus buenas palabras de tiene usted que abandonar esta casa antes de que se le venga encima. Los técnicos convinieron en afirmar que la nieve de cal sobre las colchas, la herrumbre del techo, las vigas esponjadas por los hongos, eran algunos de los síntomas de que la casa padecía una enfermedad incurable, un achaque terminal al que convenía poner fin de forma expeditiva, que no era otra cosa que cortar por lo sano y ayudarla a morirse con la dignidad de un derribo en toda regla. Nada de dejarla vencer por la intemperie, nada de dejarla que se consumiera en su propio polvo y que algún desaprensivo caminante entrara en ella cuando, en uno de sus más que previsibles estertores, se viniera abajo por el cansancio. Firmé el desalojo y aquella misma mañana salí con lo puesto, que es lo que debí hacer cuarenta años antes —en aquella otra época en que lo que había fuera de la casa no me procuraba más que incertidumbre y desconsuelo— en vez de recluirme entre sus sombras y someterme a su cobijo.
No había un alma en la calle. A la mayoría de los más viejos del pueblo se les había olvidado ya la pobre y desquiciada Clarita, alma en pena entre las sombras de su casa, lapidada en vida y por voluntad propia desde un tiempo que ya nadie sabía calcular. Y los más jóvenes sólo conocían de aquel fantasma de la casa de los chopos las historias más o menos truculentas que habían oído referir a varias generaciones —a menudo adornadas con pasajes sangrientos sin fundamento alguno— sobre amoríos prohibidos con un hombre enorme y fantasmal del que parió mil hijos deformes como gárgolas. No sé si en sus desvaríos de comadres acertaron a descifrar aquella verdad oculta en las tripas de la casa, pero lo que sí sé es que la única verdad que se ocupó mi madre de ventilar y alentar, la única que daba sostén a aquella reclusión de décadas, era la menos terrible de todas: la pobre y desquiciada Clarita vivía anclada y sumergida en su casa desde el día que Amador, con los preparativos de boda ultimados, la abandonó para no regresar jamás.    
Nunca nadie supo de dónde llegó Amador, pero siempre se le vinculó, por haber coincidido con ellos en la llegada, a las partidas de temporeros que venían de La Vega a sacar carbón cuando el mal tiempo daba fin a sus quehaceres agrícolas. Mi padre, eso nos dijo algún tiempo después, supo que aquellas manos no eran manos de agricultor, que no eran como las manos áridas de los temporeros, agrietadas por la intemperie, ariscas, labradas por el roce del almocafre y arañadas por los matojos, sino manos de barrenero, duras y talladas a golpes. Ese detalle debió ponernos en guardia, sobre todo a mi madre, previsora incesante de los peligros del alma. Mi padre, más confiado, se lo llevó a su cuadrilla y el primer día regresó contando cómo se había hecho al manejo de la barrena y cómo había doblado la cota de carbón del más experto de sus picadores. Entre mi padre y Amador se cimentó una súbita camaradería sólo comprensible para aquellos que lo hubieran conocido, pues en la forma de moverse, en su mirada de ojos vivos y sinceros, en su diálogo pausado y como distante, había un aura de criatura desvalida que nos desarmó de cualquier mecanismo de defensa. No más de una semana tardó mi padre en traérnoslo a comer a casa, y hasta le ofreció la pila de nuestro patio para asearse.
Yo nunca había visto a un hombre desnudo, y en la candidez de mis diecisiete años aún no era capaz de imaginarme los límites del cuerpo bajo el cobijo de las prendas, cuáles eran las curvas que trazaba la anatomía y cuáles eran una prolongación de las ropas. Puede que por curiosidad, o porque ya merodeaban por mi cuerpo las primeras ansias de mujer, trepé hasta la encimera de la cocina y descorrí el visillo del ventanuco que daba al patio. Mis ojos fueron descubriéndolo a medida que el agua recorría su cuerpo y de su cara de busto medieval se desprendía poco a poco la grasa y el carbón hasta emerger sus facciones sonrosadas y duras, el cuenco de sus manos repartiendo el agua por cada recoveco de su cuerpo, sus palmas abiertas contra su pecho áureo, sus brazos recios como barrenas, el declive prometedor de su ingle, el temblor de mis manos tras el visillo de la ventana, el pálpito irrefrenable, la ráfaga de su perfume de hombre limpio arrinconando a mi pecho, ahogándolo en aquel vaho de lavanda. Cuando levantó la mirada hacia el ventanuco y descubrí el vértigo de sus ojos azules y profundos, estaba tan deslumbrada por su desnudez que tardé un tiempo en dejar caer el visillo. Debió ver en el pasmo de mis reflejos algo así como un reto ante el que no pudo retroceder, pues cuando algo más tarde nos cruzamos en el comedor, mientras mi madre y yo ultimábamos sobre la mesa los detalles —la jarra del agua, la loza de los domingos, la cubertería de las pequeñas solemnidades— noté el inefable murmullo de su respiración agitada, la forma en que parecía envolverlo todo con un resuello que yo sólo oía y que no podía ser otra cosa que la confirmación de encontrarse reflejado, desnudo, inconmensurable, en mis ojos aturdidos y en mi mirada esquiva y torpe sobre la mesa.
Se me cayeron los cubiertos y derramé la jarra sobre el mantel. Entonces nuestras manos se tocaron, al acudir a levantar la jarra, y yo sentí por primera vez algo parecido a una caricia, a una descarga eléctrica delgada y mínima, a un quebranto irreparable. Lo que vino algún día después, en el primer descuido de mis padres, el descubrirnos mutuamente nuestros cuerpos con el tacto de los labios y las manos, la urgencia de sofocarnos como a dos ascuas incombustibles —más vivas cuanto más la asfixiábamos con nuestro deseo—, el punto sin retorno de la primera vez, el ojal de sangre, el resquemor leve de la culpa… sucedió de la misma forma que ocurrió aquel momento en que nuestros ojos se cruzaron en el patio, sin que ninguno de los dos tuviera la percepción de haberlo forzado y con la certidumbre secreta de que nuestros cuerpos estaban abocados a un encuentro animal que habría de estremecerme para el resto de mi vida.
Aún siento sus pulsaciones aquí, en este regazo que alimentó a su hijo, donde todavía hierve esta sangre que no ha petrificado el tiempo. Creo que lo amé, como al primer y único hombre, aunque este amor lo ha ido inflando la memoria con retazos de vida que no han sido, con parches de cemento contra la pared de aquella casa que hoy ya no existe y que cayó para recuperar lo que el olvido nunca supo enterrar. Y puede que esta remembranza de hombre poderoso, de barrenero capaz de socavarme con sólo su mirada envolvente, mientras no me miraba y parecía detenerse en cualquier cosa, en un retrato que en la sala congelaba la mirada vieja de mis abuelos, en los cacharros de la encimera de la cocina, en el hervor del guiso que mi madre aliñaba con su resuelto gobierno de señora de la casa, no sea más que una distorsión de otra realidad que ha enmohecido el tiempo y aquellas paredes de vida sucinta y sin remedio.
Hasta que Amador llegó a mi casa yo sólo había sido una niña, dieciocho años casi, despreocupada de todo lo que no fueran sus domingos de paseo y sus bailes en el Círculo, que no sabía del amor más que aquello que la gente asociaba con el pecado, con la carne alegre y con la perdición del alma. Una niña que quedó deslumbrada por su desnudez precisa en el contraluz de aquel patio que desquebrajaron las aguas y por donde la casa se hubiera ido entera de no mediar el rugido de las máquinas, y por donde se fue, primero mi candidez, y luego el futuro por escribir, mi vejez rodeada de niños y un marido al que cuidar y querer con ese amor difuso y casi célibe que demostraban mis padres y que hubiera perpetuado, como se esperaba de mi, y como yo esperaba que ocurriera algún día.  
Mi madre, atenta al más leve suspiro, tenaz y vigilante, terriblemente piadosa, mi madre, guardiana de la buena moral, capaz de pedir la hoguera para el más mínimo desliz de la carne, beata inconmensurable, pero ufana de su hospitalidad, de sus puertas abiertas a aquel hombre que venía cada tarde a cortejar a su hija, se compuso en la cabeza un noviazgo breve y de vestido blanco para acallar a las posibles habladurías. Hasta ya hablaba con don Nemesio para ir aderezando la iglesia, fijando plazos, esbozando ceremonias, organizando banquetes de medio pelo, cerrando el círculo hasta que aquel hombre de temperamento educado y sexo montaraz debió abrumarse por las campanas de boda y tomó el camino de los chopos para desaparecer en la niebla de los tiempos, sin conocer siquiera la existencia de aquel ser que se gestaba en mi vientre.
Yo me quedé allí, clavada, habitada por una casa que ya no existe. Esperando. Eternamente esperando. Con su hijo latiendo como una culpa, y luego con el vacío de no tener a ninguno, desligados de mí, apartados por el aire. Cuando admití que se había ido para siempre me sentí ligera, como una hoja vencida que ha depositado el viento sobre una charca, leve, como si lo que ocurría o hubiera de ocurrir no tuviera nada que ver conmigo. Así lo veo en la distancia, como un azar que se resolvió sin mi concurso, como si yo misma hubiera sido una parte ajena de la escena y sus tramoyas, un adorno silencioso en la casa, una mancha de humedad tenaz incorporada al paisaje. Creo que entonces, abandonado mi cuerpo y mi determinación a aquel estado de voluntad relajada, tomó aquella casa posesión en mi organismo, instaló sus enseres y sus recuerdos de casa vieja en mi sangre y acomodó sus paredes a este cuerpo vencido de humedades.
Mi madre, cuando aún no se había repuesto de aquella puñalada en su orgullo y del infortunio de aquel casamiento frustrado, descubrió en mis náuseas mañaneras y en el sonrojo de mis mejillas aquella verdad que se dispuso a encubrir con todas sus fuerzas y a costa de cualquiera. Sentenció que en toda casa hay un cuadro torcido, pero que en su casa no iba a permitir que lo hubiera, y dispuso todo para el gran fingimiento. Me prohibió salir a la calle, aleccionó a mis hermanos sobre cómo contestar a todo aquel que preguntara por mí y castigó con sus reproches a mi padre hasta que la silicosis le comió los pulmones. Se sucedieron entonces, una a una, durante meses, las tardes en la penumbra de la sala, con las cortinas cerradas a cal y canto para que las murmuraciones no vinieran con la luz blanca de después de la siesta a llenar de inquina y maledicencia a la vergüenza de mi familia. Mi madre disimuló el honor perdido entre labores de hilo mientras mis manos, estas que endurece la artrosis, tejían una eterna bufanda contra el frío de la espera, con la madeja sobre un regazo cada vez más sinuoso y menos discreto, pero apartado de la vista y de las visitas inoportunas que venían a preguntar cómo andaba Clarita, que hacía semanas que no se la veía por la plaza, y que en el Círculo habían preguntado por ella. Cuando alguien llegaba mi madre me encerraba en mi cuarto, donde yo aguantaba el resuello, fingiendo en la reclusión de aquellas paredes unas fiebres que habrían de durar meses y que ella describía al coro de filandonas con detalles médicos que se inventaba, sin reparar o sin importarle ocultar aquella vergüenza de vientre hinchado con otra vergüenza, la de mentir, la del fingimiento, incluso a sabiendas de que todo el pueblo conocía los deslices de Clarita con aquel forastero que vino para una temporada a sacar carbón. Desde la penumbra de mi cuarto las oía, ya en la calle, propagar sus cuchicheos y perderse por el camino de los chopos, en dirección al pueblo, lamentándose alegremente de la desdicha de Clarita, abandonada a pocos días de la fecha fijada y con el altar rebosante de flores, sin imaginar, las pobres arpías, que las fiebres no eran de amor roto, de orgullo quebrado, sino de náuseas de embarazada, de matriz arrasada, de cuerpo pequeño atándose a la vida, de pecado carnal que no podía airearse —mi madre se hubiera muerto de la vergüenza— como sí se pudo airear, como mal menor, la pena por el hombre ingrato que tomó el camino de los chopos para no regresar jamás.
Nunca nadie, fuera de mi familia, supo de aquel ser que se gestaba en las penumbras de mi vientre. Ni nadie lo hubiera sabido, a no ser por esas máquinas que levantaron la casa. Cuando mi hijo vino al mundo —de manera sigilosa, como estaba dispuesto— si aún quedaba algo de la niña que fui hasta que llegó aquel hombre, ese algo permaneció sepultado para siempre. Quedé como una hoja muerta sobre la cama, la mirada extraviada en la techumbre que tantos años después habrían de arrebatarme las lluvias y las máquinas, exhausta de un parto que duró hasta bien entrada la madrugada, insensible al llanto que quebraba los silencios de la noche. Cuando mi madre cortó el cordón umbilical respiré con el alivio de aquel peso ya fuera de mí, lejos, como en otro mundo distante y ajeno. Sumida en una paz de cuerpo abandonado oía aquel lamento cada vez más lejano, hasta que al fin el silencio se tragó de un solo golpe el alboroto desconsolado de mi hijo y los murmullos del alba ocuparon cada rincón de la casa hasta restablecer el sigilo, el disimulo, la mentira…
Me incorporé, me bajé de la cama y anduve, apoyándome en las paredes del pasillo, hasta la claridad de alba que venía del patio. Avancé como en un sueño, levitando hacia el momento terrible de descubrir a mi madre con los ojos cerrados y las manos sumergidas en la pila. Murmuraba un padre nuestro y le chorreaba el sudor por la cara hasta sus brazos tensos y firmes. Creo que me miró. Aunque puede que el recuerdo distorsionado que guardo de aquello, esta percepción desvaída de una imagen tantas veces sobrevenida y tantas veces olvidada, me engañe hasta el punto de no haber visto a mi madre inclinada sobre la pila más que en mis sueños y que mi imaginación hiciera el resto. Pero lo que sí es cierto es que mi padre arrancó la pila al día siguiente, levantó el suelo y lo volvió a restaurar, esta vez con cemento, justo en el punto donde dicen que encontraron sus huesecitos comidos por el barro y los ácidos del pozo ciego. Yo nunca dije nada. Dejé hacer, afrontando aquella verdad como algo que ocurría fuera de mí, como en un sueño cuyos azares escapan a cualquier posibilidad de someterlos.
Para cuando mi madre me permitió salir, ya sin la hinchazón delatora de mi vientre, se había apoderado de mí la apatía por todo lo que pudiera ofrecerme la calle y me entregué a la molicie y al hábito cómodo de ver pasar la vida por mis ventanas, alejada de las muchedumbres y el contacto con el aire libre, aletargada por una rutina amable y sin riesgos, por las tareas de la casa y las costuras con las que me he ganado la vida, quemado mi vista y endurecido mis dedos, ocupada en un universo sucinto de pespuntes y dobladillos. Me anexioné sin darme cuenta a la casa y la casa me transfundió su sangre hasta habitarme y hacerme sentir como una piedra más de sus paredes.
Cuando el pasado mes de noviembre crucé la puerta, por primera vez después de cuarenta años sin salir de ella, no era dolor lo que sentía, ni pena, a pesar de que aquella quebradura que atravesaba la casa, de ventana a ventana, y que delataba su estado de ruina, pareciera una estría más de las que llevo en mi alma. Giré la llave; una precaución inútil que me reconfortó y me dio aliento para salir al camino y abandonar la casa de una vez, pues así constataba que quedaba cerrada para siempre y que ya podía derrumbarse y sepultar los recuerdos de los cincuenta y ocho años que tengo. Atravesé la maleza del jardín sumida en un vértigo espeso que me acolchaba los pasos y me alejé por el camino de la chopera, por donde se había ido aquel hombre que cuarenta años atrás entró en mi cuerpo como un trueno.
No me volví una sola vez, y a medida de que me alejaba de la casa mayor era la sensación de que me alejaba de mí misma. Cuando pasaran las máquinas a derribarla, pensé, sería mi vida la que convertirían en puro escombro, mi vida sumada a los restos del derribo, disimulada entre las cañerías, los estucos pulverizados y el aliento de las cenizas.


© j quesada, del texto y las fotografías