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martes, 1 de mayo de 2018

La verdad de los papeles


 Este relato recibió el Premio del  V Concurso de Microrrelatos Manuel Nevado Madrid, en su modalidad de Testimonio Histórico.


Villanueva del Río y Minas (Minas de La Reunión), 30 de abril de 1.904


         Después del entierro, algunos hombres han ido a refrescarse a la taberna de Frasco Palomares, que siempre tiene algún barril de mosto de los de su pueblo para inaugurar en los momentos de alegría, o para ahogarse con él en los momentos de mucha tristeza.
         Frasco es un tipo menudo y enfermizo, y un poco ingenuo, que llegó a Villanueva a finales del siglo pasado desde un pueblecito del Aljarafe y al que sólo oír el chirrido de la cabria, u oler el tufo a óxido de la jaula, le levanta del pecho un rumor de piedras y un ahogo en los pulmones que le han dejado inútil para bajar a los pozos. Fundó su negocio de vinos cuando los médicos de La Compañía le diagnosticaron un cuadro irreversible de asma, así que no trabajó en la mina lo suficiente para comprobar en su propia persona que el grisú es la simiente invisible del diablo, pero sabe por sus parroquianos que cuando el gas entra en contacto con la chispa de una lámpara, al minero sólo le queda encomendarse a Santa Bárbara para que el fuego no le llegue, o se le acabe el aire, o le aplaste la tierra y los costeros cuando el subsuelo se abra con la explosión. En Villanueva lo tienen por una persona instruida, que baja todas las mañanas a la estación a recoger los diarios del día anterior que le mandan desde Sevilla y que lee a los que concurren a su taberna con acento engolado y algo finolis.
         Hoy quiso respetar el luto y aunque no tuvo cuerpo para acercarse al cementerio, por una aprensión que padece a las multitudes, no ha abierto hasta que ha calculado que ya habían concluido todas las pompas y que las autoridades volvían en tren para Sevilla.   
         —¿Cómo estuvo la cosa? —ha preguntado a los primeros parroquianos que se agolpaban junto a las puertas trancadas de su taberna.
         —Mucho dolor, Frasquito, mucho dolor.
         Ha sacudido la cabeza, como para quitarse una mala idea, y ha girado la llave, y al tiempo que se daba de bruces con la penumbra de la casa y el rancio oloroso de las barricas, ha recordado a los que ya no entrarán para beber su mosto del Aljarafe y oír cómo les lee, con su acento engolado y algo finolis, los diarios que vienen en el tren de Sevilla; aunque cada uno de ellos —los sesenta y tres— sin nombre aún, sin rostro, vengan hoy dentro de los papeles del ABC y de El Correo.
         ¿Habéis visto al rey? —ha preguntado mientras desatrancaba el madero de la ventana.
         —El rey no vino, Frasquito —ha contestado uno, el primero que buscó acomodo sobre la barra aún en penumbra.
          —Que no le habéis visto —ha porfiado Frasco Palomares— porque venir, si que ha venido.
         Luego ha desplegado El Correo de ayer, que recogió esta misma mañana del tren, y ha sentenciado: Lo dicen los papeles: que hoy don Alfonso aprovechará que está por Sevilla para venir al entierro.    
         Nadie ha querido contrariarlo, no fuera que un ataque de asma, de los que le entran a Frasco cuando se ofusca, diera al traste con este momento que los mineros aprovechan para ahogarse la tristeza. Y han cambiado de tema, y han hablado de la huelga.     

©j quesada

martes, 3 de abril de 2018

Vino amargo



Vino amargo recibió el 3er Premio del V Certamen de Relato Corto Cártama Creativa, en el año 2008






Esta historia, aunque la vida ha tardado casi cuarenta años en perfilarla, comienza una mañana gris de finales de noviembre del año setenta y seis. Lisboa amanece en una bruma pesada y una luz mustia se desliza sobre los tejados de La Alfama. Ha dejado de llover hace unas horas aunque la humedad ha depositado en el aire un poso de melancolía antigua que se cuela en el piso que habita Abelardo Santiago, rocía los muebles, golpea sobre las paredes, y se expande por cada rincón como un charco de sombras.

         Abelardo se calza sus zapatillas de cuadros sentado en la cama. Es una cama de hierro forjado, alta, que va soltando gañidos de muelle viejo y de la que Abelardo le cuesta bajarse. Ha buscado las zapatillas con la punta de los pies y los ha deslizado dentro mientras mira al techo. En el centro, junto a una lámpara de cuatro brazos que llora lágrimas de vidrio y que alumbra por uno sólo de los brazos, las lluvias de la noche han desprendido una lasca que ha ido a parar sobre la cama. Es una más de las que se han desgajado del techo en los últimos meses, pero Abelardo, según se levanta, piensa que esa podía haberles matado. 

El resto de la habitación está cargada de muebles antiguos, como la cama y la lámpara que los alumbra con su luz deficiente de una sola bombilla. Hay un ropero de roble de dos puertas y un espejo que la humedad ha pelado hasta el punto que se pueden ver, a su través, los tableros vencidos por el moho, y una pared que, a trozos, muestra una costra de verdina espesa. Hay un baúl de junco con pletinas mohosas de latón, recuerdo de Namibe. Una mesita de noche a cada lado de la cama del mismo color que el ropero, y una peinadora estrecha, de un solo cuerpo, con un espejo cuadrado donde la mujer, sentada en una silla de enea, se alisa el pelo.

         La mujer se llama Cesárea. Tiene casi sesenta años. Es bajita y menuda y sus brazos bailan entre las mangas de la bata mientras desenreda su pelo frente al espejo de la peinadora. La melena le cae lacia sobre los hombros, y la mirada se le adentra en el azogue con un aire de extravío más propio de un recién nacido que de alguien que viene de vuelta de todo. Se diría, mirándola, que Cesárea está por descubrir el mundo.

         Hace tres años que Cesárea no habla nada. Desde una mañana del año setenta y tres que enterraron el cuerpo destrozado de su hijo en el Cementerio Dos Prazeres. Terminó un padrenuestro que dijo con todas las letras, secó sus lágrimas con el puño del vestido, tensó sus rasgos en un gesto duro, plisó los labios que parecían querer reventar en una carcajada de rabia, y calló para siempre.  

         Algunas mañanas Abelardo ni se acuerda de Cesárea cuando se levanta. Su lado de la cama está frío del tiempo que lleva sentada frente al espejo y el rasgueo del peine en la penumbra, de monótono y rítmico, parece un elemento más de ese silencio que domina a toda la casa. Pero esta mañana despertó alarmado cuando en la duermevela del último sueño se volvió y palpó, en el otro lado de la cama, un pedazo de escayola que debió desprenderse del techo mientras dormían. Saltó de la cama y encendió la luz. Cesárea se pasaba el peine por el pelo, en la penumbra, y Abelardo se sentó de nuevo en la cama, con la certeza de que su mujer habitaba ya en otro mundo y que sus silencios, más que el efecto de una promesa antigua, es el síntoma de que ha empezado a morirse. Claro que eso Abelardo tampoco sabría explicarlo y se limita a levantarse de la cama, otra vez, cubrirse con el batín de a cuadros, a juego con las zapatillas, y mirar el reflejo de su mujer en el espejo.

          —Haré café — dice al pasar a su lado.

Va hasta la cocina. Prende la hornilla y acerca un cigarrillo al fuego. Lo gira sobre sí, con la mirada extraviada en la flama, y lo toma entre los labios. La primera bocanada le provoca una tos seca que convulsiona su cuerpo. Se toca el pecho. Escupe en el fregadero toda la humedad que la noche ha depositado en sus entrañas y abre el grifo. El caño petardea un esputo de aire antes de que el agua arrastre la bilis por el sumidero. Se siente cansado y busca, en el primer estante de la alacena, un cartucho de café que abre con sus manos temblorosas.  El café se desparrama sobre la encimera, sobre su camiseta blanca con lamparones de derrames viejos, sobre sus manos, que tiemblan como un redoble de timbales silenciosos, y se mesa el pelo con ellas, impregnándose de polvo la cabeza y acercándose un olor viejo de madrugadas antiguas.

         La memoria huele a café, se dice mientras sacude el polvo de la camiseta y busca con los ojos la botella de amarguinha. La memoria es una casa con goteras, se dirá algunas horas después, frente a la bajamar, en la orilla del Tajo. Pero ahora sólo piensa en la botella de vino amargo, que le vendría bien un trago y sentir el calor que baja a las tripas, como si eso pudiera curarlo de tanta humedad y tanto silencio. No recuerda que apuró anoche el último aliento y la botella, vacía, debe estar en el cubo de la basura.

Apoyado en la encimera aguarda hasta que el burbujeo del café sella el silencio de la casa con su bullicio de espumas y regresa a la habitación para avisar a Cesárea de que el café ya está listo, aunque en el pasillo se vuelve para izar las persianas y abrir la puerta del balcón. Le cuesta trabajo batir el cierre de madera, hinchado por la humedad, pero al fin cede. Levanta las persianas y una luz ambigua que se cuela entre las brumas ilumina su cara y sus manos, que ya buscan el paquete de tabaco en el bolsillo de la bata. Una luz de cenizas se esparce sobre un paisaje de tejados musgosos y ennegrecidos. Es un horizonte de blancuras retintadas, con cables que vienen y van en un entramado volandero y enmarañado, antenas de televisión disputándose los privilegios del éter, y una mansedumbre vieja, posada, donde ni el sol en sus días más espléndidos es capaz de aflorar el más pequeño de los rubores. Los tejados de La Alfama son tejados grises aún cuando no llueve. El desaliento ha maquillado el pellejo de las casas con una costra de tiempo y sarro y pareciera que esa misma decadencia lenta y fantasmal las dota de las fuerzas para aguantar, impávidas, el devenir de las lluvias, la soledad, y las fluctuaciones caprichosas de la memoria. Instalado en este paisaje, vive Abelardo desde hace treinta y cinco años. Desde poco después de que llegara a Lisboa del otro lado del Guadiana, y aunque ahora, mientras mira los tejados ya le parece que entonces el paisaje era tal y como lo ve, sí recuerda que otro calor habitaba su casa; otra luz parecía entonces entrar por esa puerta que ha abierto. Era otra edad, piensa, mientras apaga el cigarrillo contra la suela de su zapato y arroja la colilla a la calle.

 —Ya está el café —murmura desde el umbral del cuarto, sin entrar.

         La mujer ha oído sin dejar de pasarse el peine por su melena gris y mira de reojo, a través del espejo, los cascotes que cayeron sobre la cama. Pasa una mano distraída sobre la grieta que en zigzag baja desde las molduras, transcurre junto al azogue y cae, como un rayo de mampostería, sobre el reflejo turbio de un charco que el desnivel de las losetas ha remansado con un silencio que sólo el agua sabe guardar y al que Cesárea corresponde con el suyo: un silencio portugués espeso, con ramazones de amargura y el peso de una demencia donde Abelardo ha sabido descifrar, en ese gesto silencioso que le ha descrito los estragos del agua y la vida carcomida, el reproche con que Cesárea dinamita cualquier posibilidad de que se reconcilie alguna vez con la suerte que le ha tocado vivir. Y quisiera decírselo, amortiguar tanto silencio con sus propios reproches, pero a cambio, como si otra persona hablara por su boca, le dice a Cesárea que esta misma tarde irá a donde don Joao para exigirle de una vez por todas que les arregle la casa.       








         Don Joao Fonseca es el propietario del piso donde Cesárea y Abelardo habitan desde hace treinta y cinco años, y vive en un piso de su propiedad en la Rua Augusta. Desde el balcón que hay en la sala de las visitas se alcanza a ver el Tajo y su paso lento y apacible. A Abelardo le gusta ese balcón porque hasta él llegan los bullicios de la Praça do Comercio; ese trajín de automóviles y de gentes que trepa por las fachadas y se cuela por la puerta de la balconada como una vida de muchos colores. Abelardo toma de ese aire y observa el hormigueo que no cesa aún en los días en que la lluvia acelera los pasos de los transeúntes, y espera con la paciencia del que no tiene nada que hacer a que don Joao le reciba en su despacho y salga de detrás de su mesa de caoba para abrazarle. Abelardo recuerda aquella mesa, que es como un latifundio macizo donde germinan los papeles, mientras fuma acodado sobre la balaustrada del balcón.

         Fue hace tres años, cuando don Joao lo citó para darle el pásame por la muerte de su hijo, la única vez que lo pasaron al despacho. Permítame que dé un abrazo al padre de un patriota, le dijo, y lo estrechó que parecía que quería ahogarlo, y le besó en la frente, y lo tomó de los hombros y mirándole a la cara, que es como mira un hombre de palabra, lo invitó a sentarse y a pedirle que contara con él para lo que hiciera falta. Sea lo que sea, don Abelardo, que para estos momentos difíciles es para lo que estamos los amigos.

         Abelardo aplasta el cigarrillo contra la suela de su zapato y se guarda la colilla en el bolsillo de la chaqueta antes de regresar al salón. Del techo, alto y limpio, cuelga una lámpara de muchos brazos, una fronda de orfebrería que irradia una luz que a Abelardo le parece excesiva y lujosa, como los sofás que flanquean dos de las tres paredes abigarrando la sala con filigranas de cachemir o la mesa con tapas de cristal, recia y maciza, que en el centro de la habitación marca el único punto de sobriedad. Es una sala amplia, y Abelardo ha calculado que en ella cabrían todos los muebles de su casa. Y seguramente sus recuerdos, todos, cabrían en las tres fotos de gran tamaño que adornan las paredes. Son los viñedos de las Bodegas Fonseca, en Vila Moura, le dijo alguna vez el secretario de don Joao. Estas fotos le provocan a Abelardo una honda y extensa tristeza, una aflicción que seguramente tendrá que ver más con el silencio que retratan que con los recuerdos que le vienen de los viñedos de Villanueva. La que más, una foto que ha vuelto ocre el sarro de la edad, muestra en la lejanía una casa solitaria y blanca hasta donde corren las hileras de las cepas, empequeñecidas a medida que se aproximan a ella y se alejan del objetivo del fotógrafo. Abelardo, que no sabe de perspectivas, mira la fotografía como si mirara una mentira. Esa foto tiene un algo de ahogo a pesar de que capta la extensión del aire. Será la aridez aparente de la tierra, piensa aproximándose hasta tocar el cristal con la nariz, hasta oler el acre que levanta el polvo mojado, el vapor de las primeras aguas de la primavera, el sigilo con que la uva se infla atravesada por la luz. Y eso desasosiega a Abelardo, que no entiende, y que insiste en mirarla para que le trasmita esa paz que no encuentra ni aunque sea capaz de verla.

         Abelardo mira el reloj y tose. Se palpa el bolsillo de la chaqueta y quisiera encender otro cigarro. Se acerca hasta el dintel que separa a la sala de las visitas y el recibidor y asoma la cabeza por el pasillo que corre en dirección al interior de la vivienda. La puerta del fondo sigue cerrada, como cuando llegó hace algo más de tres horas. Tose de nuevo, carraspea y, ante el silencio de la casa, se aventura unos pasos por el corredor, distraído. A mitad del pasillo, saliendo de una habitación muy iluminada, el secretario de don Joao lo retiene del brazo.

         —Creo que volveré mañana —dice Abelardo sin dejar de mirar la puerta del fondo—. Ya se me hizo tarde. 

         —Está bem. Vocé me diz e eu conto ao Sr. Joao…

         —Déjelo. Ya si acaso mañana vuelvo.

         —Como vocé queira.

         El secretario de don Joao, que no ha dejado de agarrarlo del brazo, lo acompaña hasta la puerta principal. Descorre los pestillos sin dejar de sonreír, le cede el paso y antes de despedirlo, como si acabara de recordar algo de muchísima importancia, le retiene y le pide, con la mano levantada, que espere. Abelardo se siente agotado, y quisiera decir algo más, pero se mira los zapatos y se muerde los labios. El secretario regresa en un minuto con una cajita estampada de vivos colores donde Abelardo reconoce, a manera de lacre impreso, el distintivo de las Bodegas Fonseca.

         —De parte do Sr. Joao. —dice el secretario— Amarguinha.

         Abelardo, que ha agarrado el paquete con las dos manos y lo mira, detenidamente, murmurando en un torpe portugués con muchas zetas las letras del envoltorio, agradece con la cabeza y se vuelve. Baja las escaleras sin encender la luz.

         En la Rua Augusta sigue la lluvia. Abelardo abre su paraguas y camina en dirección a la Praça do Comercio. Una luz como de plomo se levanta sobre el Tajo. A Abelardo le parece oír el rumor de las aguas que bajan al Atlántico como una llamada que desde el silencio le va procurando una calma desconocida. Se deja ir como si no fueran sus pasos los que le trasladan hacia ese susurro de mar que se amplifica y lo aísla. Cruza el Arco del Triunfo, los raíles del tranvía, los adoquinados pavimentos de la plaza y se detiene junto al pretil que separa al paseo del curso cimentado del río. Abelardo observa las cotas marcadas en el hormigón. Es la bajamar y el agua corre hasta el océano con un impulso imperceptible. Abelardo quisiera comprobar la fuerza de la corriente, pues el agua se repite a sí misma, como una prolongación líquida del mirador de la plaza. Pareciera que está quieta. Mira a su alrededor. Al otro lado de la explanada un tranvía descarga a los que vienen de Belem y carga a los que van a La Alfama. Es su tranvía, y no quisiera tomarlo para no tener que ir a la desolación de las paredes mohosas y el silencio de Cesárea. Se vuelve hacia el río. Arroja el paraguas abierto y lo ve balancearse mecido por la marea.

Aún tardará un poco en perderlo de vista, pero Abelardo ya ha calculado a qué altura del estuario su cuerpo acabaría vencido por el abismo.









         Cesárea pellizca la hogaza que hace rato depositó sobre la mesa. Piensa que hace tiempo que no come pan crujiente y se lleva a los labios una migaja que cabe entre la pinza que forman sus dedos. Le da vueltas en la boca, sin tragarla. Es como si la humedad la desinflara, piensa sin dejar de mirar cómo la lluvia golpea contra las ventanas con un repique violento. Las persianas que enrolló Abelardo antes de salir, por si entraba la luz, tabletean contra el cristal movidas por un viento nervioso, y a través de los vidrios nota que el aliento del aire hace tremolar los visillos; los infla y desinfla con una cadencia sinuosa que Cesárea sería capaz de mirar durante horas sin por ello tener la percepción de que el tiempo pasa. Porque el tiempo no pasa en casa de Cesárea y Abelardo desde que le mataron al hijo en Angola, o desde que la casa se cae a trozos vencida por la humedad, o desde siempre.

         Le parece oír las tres vueltas de llave de la cerradura. Cada golpe de cerrojo es como una punzada, como un pellizco en su corteza desinflada por la humedad y la desolación. Deja de respirar, para oírlas mejor, aunque sabe que ese es un sonido que escucha hasta dentro de sí, como una voz que en el alma le clama una venganza por las horas que ha pasado sentada oyendo llover. 

         Apoya las palmas de las manos sobre la mesa y se incorpora con dificultad. Comprueba que no falta nada, que cada cosa está en su sitio —los cubiertos, las servilletas dobladas en cuatro pliegues, la jarra del agua, la loza— y va hacia la cocina.

         Abelardo ha entrado sin saludarla. Empapado. Y fuma apoyado en la encimera de la cocina. La mira cuando la siente entrar y se saca la botella del bolsillo de la chaqueta.

         —Amarguinha —dice mientras la deposita en la encimera, y miente: —Don Joao dice que para la primavera… cuando cesen las lluvias, nos arregla la casa.

         Cesárea se acerca a los fogones. Destapa el perol. De su fondo escapa un vapor exhausto, apenas un vahído que se derrite de frío, y Cesárea prende la hornilla para calentarlo. Abelardo tose. Cesárea lo mira.

         —He perdido el paraguas —dice, y abandona la cocina.

         Desde el dormitorio le llega la tos seca de Abelardo, que reverbera en las paredes de la casa como en un cuenco vacío. A Cesárea le parece que la casa está más desierta que nunca y por eso el eco vibra con otra fuerza. Le parece estar oyendo, en esa tos que choca en las paredes, la soledad pasar por su cocina, por su perol —del que escapa un burbujeo apagado que se confunde con el chapoteo que se levanta del patio— y por la botella de amarguinha que sobre la encimera, contra el fuego de la hornilla, centellea con una luminosidad fría y rancia.  Cesárea no se da cuenta, pero ha tomado la botella, la ha descorchado —para adentro, empujando con un chuchillo— y ha tomado un trago largo. Sabe a tierra mojada y a almendras. A vida y a fuego bajando por la garganta. Toma otro trago. Lento. Podría ver la luz si cerrara los ojos, pues el líquido le va encendiendo el alma con una claridad verdosa. Es la euforia del vino, piensa mientras destapa el perol. Bulle el caldo en un hervor impetuoso y antes de apaciguarlo con un chorreón de la botella, toma otro trago largo y prolongado. Podría pasar el resto de su vida así, mirando la botella vacía, leyendo las letras que en semicírculo recorren el emblema de las Bodegas Fonseca.

         Vinho, sorte e esperanza, lee Cesárea entornando los ojos, balanceando su cuerpo al compás de una entonación silenciosa que apaga el tono monótono y único de la lluvia.

          —Sim. A esperança de que me mate um raio —grita al fin. Y su voz le suena como si nunca antes la hubiera oído.





© j quesada, de las fotos y el texto




martes, 27 de febrero de 2018

Tiempo de palomas






 Este relato recibió el primer premio en el VI Certamen de Relatos Villa de Cabra del Santo Cristo, en el año 2010.

 







Fernando Lozano Teruel tenía veinte años cuando un cascote desprendido de la fachada de la Telefónica le abrió la cabeza. Fue, dicen, el primer cañonazo que ocurrió en Sevilla. Los agujeros de la metralla aún podían verse cuando su padre, don Santiago Lozano, después de quince años de luto, iba hasta un banco de la Plaza Nueva y pasaba las horas muertas tirándoles miguitas de pan a las palomas. Llegaba a eso de las seis de la tarde, se sacaba el pañuelo del bolsillo de la chaqueta, lo desplegaba al aire con empaque torero, lo dejaba caer sobre el banco —como el que tiende una sábana minúscula— y se sentaba en él hasta que la tarde caía tras las siluetas de los edificios. A veces contaba las picaduras que aquellos primeros tiros levantaron sobre la fachada de la Telefónica; cinco, seis, siete…, pequeñísimas melladuras que confundía con las huellas que el tiempo había ido labrando en sus paramentos de piedra; o se abstraía durante horas, con la mirada perdida en la fronda de las palmeras, mientras los pájaros picoteaban los dátiles hasta dejar sus racimos desnudos. Alguna vez se le vio hablando con algún conocido pero, más pronto que tarde, acababa por sacar su reloj de leontina del bolsillo y preguntaba si había visto a Fernando. Al poco chascaba la lengua, por no mordérsela, y volvía a ese mutismo casi natural en el que había vivido los últimos doce años, pero tarde ya para que su acompañante no se levantara con un condiós más compasivo que cortés y se alejara murmurando para sus adentros que al pobre viejo le habían comido los sesos las palomas.
Otras veces echaba un brazo en el respaldo forjado del banco, apoyaba la cabeza, y se dormía. Así fue como lo encontró Irene Bermúdez el día que decidió ir a buscarlo.   
Irene rondaba los cuarenta años, aunque no parecía mucho más joven que don Santiago. Las humedades de las celdas y las hambrunas de los ranchos le habían cuarteado el pellejo y la tisis le había dejado para siempre unas ojeras que acentuaban su mirada triste y desconfiada y una tos roja que a cada tanto tenía que abortar con el pañuelo, y aunque había salido de la cárcel hacía dos semanas, aún le parecía oler a colchón apulgarado y a letrina. Arrastraba esa confusión de alma en pena de los recién liberados y el asombro del que descubre el mundo de nuevo, a la vez que una irrevocable pesadumbre por el tiempo vencido que ni la alegría de abrazar de nuevo a su hijo sin el impedimento de las rejas supo aminorar.       
Se sentó al lado de don Santiago y observó las palomas que picoteaban el pan desperdigado a sus pies, ajenas, habitando ese tiempo sin dimensión de vuelos y de arrullos, intemporales y sin pasado donde anclarse, tan libres en su albedrío que hasta le pareció que transmitían un regocijo remoto y un mensaje de armonía bulliciosa que ella no estaba dispuesta a compartir. Iban y venían, picoteaban su ración de pan y se elevaban hasta las palmeras, inmunes a cualquier desaliento. Al otro lado del banco, don Santiago dormía como un niño.   
Así permanecieron, uno en un sopor de animal invernado y la otra en la tensa espera de verlo emerger de los abismos del sueño, hasta que la plaza se fue cerrando con las sombras de los edificios y llegó otra vida a llenarla con sus bullicios de automóviles y de críos que jugaban al aro y componían escenas bélicas inocentes con muertes de mentira, ajenos también, como las palomas, a ese otro tiempo ido de tiros y venganzas. Estaba a punto de levantarse cuando al viejo se le venció la cabeza y se espabiló de golpe. La miró, recompuso su figura en el banco y la saludó cortésmente con una ligera inclinación a la que Irene correspondió con lo primera ocurrencia que tuvo, que fue una broma maliciosa sobre la conveniencia de no quedarse dormido al albur de las palomas.
—A mi edad —le contestó—, una persona se duerme hasta de pie.
Se sacudió las migas de pan de los pantalones, alcanzó su sombrero y buscó en el bolsillo su reloj de leontina. Entornó los ojos para ver las agujas y murmuró algo sobre Fernando, luego se levantó, se llevó la mano al ala del sombrero y caminó despacio hasta perderse entre los viandantes. Irene no hizo el más leve intento por retenerle. Tan vulnerable lo vio, tan poca cosa, y tan sombrío, que la escasa determinación que le quedaba se le escurrió del cuerpo y se quedó vencida sobre el respaldo del banco. Notó que lo que había sido rabia se tornaba en una pesadumbre que le provocó el mayor destrozo de cuantos había sufrido en los últimos años: sentía lástima. Por primera vez en tanto tiempo se preguntaba si tenía algún motivo real para odiarle y si, como le dijeron los suyos, no sería más práctico el olvido que el rencor y más leve desfigurar la memoria que encumbrarla con heroísmos de novela.   
Se levantó y decidió que la próxima vez no iría sola.




El único hijo de don Santiago Lozano había muerto quince años atrás, ya lo hemos dicho, en una de las esquinas de la Plaza Nueva, cuando entonces se llamaba de La República. Si uno acude a los distintos documentos que registran los sucintos pormenores de esta muerte encontrará que recibió una bala en la cabeza proveniente de un fusil apostado en la azotea del edificio de la Telefónica, que el proyectil entró por el hueso parietal y salió por los dientes y que, aunque hubo alguna dificultad en reconocerle por los estragos que el agujero de salida le produjo en el rostro, su filiación fue corroborada por varios testigos que refirieron, al pie del cadáver, que había llegado con el grupo de falangistas que apuntaba contra el edificio. Mentiras. La verdad es que Fernando había pasado toda la mañana montando barricadas en el Altozano, junto a su novia y otros afiliados de la Juventudes Socialistas, que en algún punto sin determinar entre el Puente de Isabel II y la Plaza de La República debió unirse a los que corrían tras los primeros rumores que hablaban de que los levantados habían posicionado una pieza apuntando al edificio de la Telefónica, que fue de los pocos que no se entretuvieron en saquear palacios y en quemar iglesias, y que a eso de las dos de la tarde un cañonazo desprendió un cascote de la fachada y le destrozó la cabeza.
Don Santiago Lozano fue avisado del suceso cuando ya Fernando yacía en una fosa común, junto a otros que sí habían tenido la oportunidad de recibir su tiro de gracia. Movió los hilos que pudieron sus influencias para colocar a su hijo entre los nombres afectos al levantamiento y hasta se procuró una tumba vacía en el cementerio de San Fernando y un epígrafe en el registro del libro de enterramientos. Fingió el desenlace de su biografía, ya que no pudo encarrilársela mientras estuvo vivo, y se consoló con el convencimiento de que así honraba la memoria de su hijo, al tiempo que defendía su propia dignidad. Durante quince años, al menos, así lo entendió. Pero no se crea nadie que don Santiago mudó sus convicciones por certezas o argumentos ajenos, sino porque a sus ochenta años supo, por sufrirlo en carne propia, que no hay ningún honor en la mentira, sino un escarnio silencioso y tenaz capaz de remover la sangre hasta encenderla.
Esa era una de sus amarguras cuando Irene Bermúdez lo encontró en aquel banco de la Plaza Nueva. La otra era haber amado a su hijo con un amor distante y sin caricias. Para entonces no era vacío lo que sentía; había superado ya la ausencia del hijo muerto como había superado otras pérdidas: la muerte de doña Pilar Teruel, su esposa, con la que vivió un amor casi célibe y sostenido sobre los andamios de un cariño convenido desde la cuna de ambos, y la venta de sus negocios de telas a una familia de británicos que tardó poco en liquidar sus existencias de popelín, pana y satén para proveer sus escaparates y sus almacenes con camisas de paño inglés importadas desde Barcelona. Sus dos únicas pasiones, por las que vivía y por las que hubiera muerto y matado. Por su hijo Fernando no era pasión lo que sentía, sino más bien un compromiso que se agrandaba a medida que iba creciendo al margen de sus convicciones más básicas y abrazaba aquella fe laica que hablaba de igualdades y repartimientos, al otro lado del río, entre el humo de los alfares y las proclamas que atentaban contra los de su propia estirpe, arrastrado por aquella mujer del arrabal que, según le dijeron muchos años después, trabajaba el barro con manos de diosa. Ese compromiso, como una transacción comercial que se arregla con un apretón de manos, o como su mismo matrimonio, marcaba las pautas de vida de don Santiago hasta el punto de que el desafecto y el desapego formaban parte de un amor del que no tuvo conciencia hasta muchos años después de enterrado su hijo, cuando ya era tarde para una reconciliación que debió pactarse el mismo día que doña Pilar lo trajo al mundo en la habitación principal de su casa. Porque el niño vino con el pan bajo el brazo, es cierto, con un próspero negocio que heredaría cuando a su padre no le alcanzara la vista para repasar cuentas y albaranes y una casa grande de dos plantas, patio interior y recias escaleras de alabastro, donde perpetuar su linaje, pero también traía escrito un distanciamiento que quedó patente cuando don Santiago, después de una madrugada en vilo, fumando cigarro tras cigarro en el balcón, tomó en sus brazos al niño, rojo, congestionado aún por la trabajera del parto, y comprendió, al distinguir en la cara de su esposa un gozo y una luz hasta entonces inéditos, que aquella criatura venía a malograr la última esperanza de amarla y ser amado con un amor de verdad. Lo devolvió a los brazos de su madre, le dio un beso a doña Pilar con el que apenas rozó su frente aún sudorosa, y salió de la habitación con la certeza de que nunca logaría amar a su hijo como sangre de su sangre, sino como fruto de un amor pactado y a conveniencia, que es lo que era su farsa de matrimonio con aquella mujer que se le había dado fría y distante en cada una de sus noches.
Desde el día de su boda doña Pilar se había entregado al rito carnal con impavidez de roca, pero con el ánimo secreto de traer al mundo a una progenie bulliciosa que viniera a suplir con su alegría las vastedades recias de su casa y a dar sentido a un vacío que se agrandaba con la sola presencia de don Santiago. Mientras más se esforzaba en amarlo, mayor  era su rechazo y su repugnancia, apenas atenuados por una lástima sincera hacia aquel hombre que jamás entró en su lecho sin anunciarse y sin pedir permiso y que la recorría, con los ojos cerrados y la luz apagada, con cautela más propia de cirujano que de amante.
Doña Pilar nunca cumplió su empeño y su progenie se quedó en uno. Un niño moreno que heredó de su padre el pelo negro y siempre revuelto y de su madre el talle enclenque de puro hueso y una mirada distraída que, desde temprana edad, parecía posarse, con el pasmo de la eterna sorpresa, sobre los muebles y las cortinas durante horas, alimentando un espacio interior con ensoñaciones propias de proletario, según diría su padre tantos años después,  o con una extensión que no conseguían abarcar sus ojos, más allá de aquellas paredes, hacia el río y el arrabal de Triana, según pensaba su madre cuando supo de aquella novia que modelaba lozas en los alfares del arrabal. El caso es que don Santiago no volvió a traspasar las puertas del dormitorio de su esposa, y su esposa, con cuarenta años recién cumplidos, jamás sintió la urgencia de llamarlo a su lado, entretenida en sus labores de madre y estrenando cada día la alegría de ver crecer a su hijo en las vastedades cada vez menos tristes de su casa. Don Santiago le guardó fidelidad, aún después de muerta, y prolongó su celibato hasta el fin de sus días, acostumbrándose a amarla a una distancia prudente, procurándole hasta los más ridículos caprichos, conformándose con compartirla con el aire de las habitaciones y oyendo su voz como podría haber oído la voz sin resonancias de un fantasma. Se pactó una distancia entre ambos, de modo tácito, como se había pactado años antes su matrimonio, y se propuso amar a Fernando con lo misma medida e implicación que le imponía su esposa. Sin aspereza. Sin que una brizna de resentimiento viniera a pintar de antipatías lo que debiera sentir por aquel ser venido de su sangre, pero con un afecto lejano y juicioso.
Fernando fue creciendo entre la devoción desmedida de su madre y el desinterés no disimulado de su padre, que lo mismo hacía funciones de tutor, mostrándole por la mañana con espíritu académico las buenas costumbres que su madre malograba en las tardes blancas de paseos por La Alameda, que de maestro comercial, instruyéndole en los entresijos de la compra y venta de los tafetanes, la geometría precisa de los cortes o los colores de temporada, sin sacar el más mínimo provecho porque, como años más tarde reconocería, Fernando era un niño al que los conocimientos le entraban en las venas por vía del amor, y él nunca fue capaz de transmitirle un gesto cariñoso mientras le ponía al tanto de la vida.            
Un día supo que cada tarde, tras salir de la oficina, cruzaba el río y hasta bien entrada la noche permanecía en Triana. Fernando tenía dieciocho años y hasta entonces se había criado en un paisaje sucinto entre el negocio familiar, la casa y el Círculo, con escarceos dominicales a La Alameda y excursiones que nunca iban más allá de este lado del río, y aunque imaginó que ya le había llegado la edad de las tabernas, la edad en que la sangre bulle con otros ánimos más ansiosos, arrinconó a doña Pilar contra la mesa del salón principal, la tomó del brazo con una energía que hasta entonces nunca había exhibido y, por primera y última vez en su vida, se atrevió a darle una orden. Doña Pilar le mantuvo la mirada, se zafó de su mano con un gesto suave y le contestó, mientras se volvía a su dormitorio, que ya no eran horas de prohibir, que se había enamorado y que el amor no entiende de convenios. A partir de entonces no supo de los amoríos de Fernando más que por las conversaciones llenas de claves y secretos que mantenía con su madre, que la muchacha trabajaba en un alfar, que no iba nunca a la iglesia y que compartía una vivienda de dos cuartos con seis hermanos y un padre al que el humo de las tejas lo había terminado por postrar en un colchón del que sólo se incorporaba para escupir polvo y orinar barro.
Cuando los tiros amainaron y Sevilla se sumió en la paz tensa de una guerra que buscaba sus frentes hacia el norte, don Santiago sintió la necesidad de hallar algunas respuestas a la muerte de Fernando; no le bastaba para consolarse con imaginarle abstraído y alelado por aquella mujer que hacía jarrones y levantaba barricadas, y aunque la compuso en su fantasía con un poderío físico capaz de absorberle los sesos a cualquier hombre, hasta el punto de hacerle renegar de su fe o del lugar que le había tocado por nacimiento, su sentido estricto del amor y el rigor de sus propias convicciones le sembraban de dudas a ese respecto. No conocía ninguna fuerza más poderosa que la familia, ninguna razón por la que renunciar a ella o, incluso, envilecerse hasta el punto de vagar por su casa como una sombra que ignoran su propio hijo y su esposa. Aún así, al principio, no intentó saber de ella, convencido de que a esas alturas su cuerpo andaría sepultado en alguna fosa, y luego porque la muerte de doña Pilar le sumergió en una soledad profunda de casa sin ruido y sin olor que le apartó del mundo para siempre.
Doña Pilar murió a los seis meses exactos de morir Fernando. Desde entonces no había levantado cabeza. Dejó de comer y sólo hablaba para rogarle a su marido que encontrara el sitio donde había sido enterrado su hijo, se atavió de luto riguroso y comenzó a vagar por los pasillos de la casa como una sombra, anticipándose a su propia muerte, y saliendo de ella sólo para llevar flores a aquella tumba vacía del cementerio de San Fernando. Dispuso su alma el diecisiete de enero y el dieciocho, a las dos de la tarde, dejó de respirar. Don Santiago quedó solo para siempre, amarrado a una soledad como no había conocido, rastreando, mientras permanecieron en la casa, aquellos olores que recordaba de su esposa, avizorando entre las sombras la ilusión de verla aparecer por los pasillos y rastreando en el crujido de las maderas de los muebles un espejismo de pasos que se acercan y nunca llegan. Y supo con qué ímpetu disimulado la había amado, con qué oculta pasión se había sostenido durante cuarenta años, y con qué vileza había desterrado a su hijo de sus pensamientos, y comprendió, tarde para enmendarlo, que hubiera conquistado a aquella mujer esquiva y fría como una piedra a poco que hubiera aprendido a amar a aquel ser de sus entrañas. Descubrió una dimensión nueva en ese amor que había negado a su hijo y comenzó a sentir la pena irreparable de no poder volver atrás. En las soledades inmensas de su casa se vio a si mismo jugando con él, besándole su frente minúscula, revolviendo su pelo y, en medio de sus fantasías de viejo, disfrutó de la risa franca de doña Pilar observándoles desde sus labores de costura, desde el patio, desde los corredores sin fin de su casa, desde una alegría que nunca había existido y nunca jamás existiría. Todo esto supo en aquellas vastedades sin habitar.   
Al terminar la guerra, con sesenta y ocho años cumplidos, liquidó sus negocios, se enclaustró en su casa y con ochenta fue por primera vez a aquel banco a contemplar las melladuras del tiempo y las balas sobre la fachada del edificio de la Telefónica, donde un día lo buscó Irene Bermúdez y lo encontró dormido, con el brazo izquierdo apoyado sobre el respaldo forjado y la cabeza echada sobre el brazo.




Los grandes espacios abiertos la empequeñecían aún más dentro de su vestido de domingo. En la cárcel había tenido que acostumbrarse a las angosturas, a los pequeños espacios donde se hacinan las sombras, a los paseos circulares junto a paredes renegridas por el moho, y a caminar encorvada. Hacía el esfuerzo por erguirse y reponer en sus huesos hinchados por el reúma aquella antigua dignidad que le robaron a golpes, aunque sabía que ya nunca podría enderezarse y eso la hacía sentirse más vulnerable mientras más extenso era su entorno. El muchacho que la acompañaba la sujetaba del brazo y observaba, pasmado, la soledad inmensa de la plaza. Aún colgaban los farolillos y las banderitas rojas y amarillas del quince aniversario de aquella fecha de sangre, ajándose al sol de los últimos días de julio, petrificados bajo un cielo quieto y sin aire. Los pájaros y las palomas dormitaban entre las hojas de los naranjos o en las alturas de las palmeras, como criaturas disecadas dispuestas a tomar de nuevo la plaza y su tiempo a poco que el sol les ofreciera una tregua.
Se sentaron bajo una sombra. Ella se arregló el vestido, se lo alisó con aquellas manos hinchadas con las que había modelado las mil curvas de mil jarrones, y se enderezó cuanto pudo. El muchacho se sacó la gorra y se secó la frente con las mangas de la camisa, se tiró del cuello con dos dedos y buscó con la mirada a Irene. Cuando Irene asintió se desabrochó el primer botón de la camisa. Permanecieron un rato callados, observando el reloj del ayuntamiento y sus minutos lentos que marcaban las seis de la tarde. Calculaba que don Santiago, por el calor, aún se demoraría un poco, y hubiera deseado conservar aquella lucidez alegre de antes de la guerra para hablar con el muchacho de tantas cosas que aún tenían pendientes, pero él se anticipó a sus deseos y le señaló con el brazo extendido hacia una de las esquinas de la plaza.
—Allí fue, madre.            
Irene asintió. Hubiera querido hablar. Decirle que se parecía tanto a su padre que sentía el tiempo detenido en otra edad. En realidad era el mundo el que parecía retenido en las canículas de julio, sofocado bajo aquel sol de justicia, y hasta la nostalgia se achicharraba a fuego lento más allá de las sombras. No pudo articular palabra. Calló, sin dejar de mirar aquella fachada contra la que se estrelló el primer cañonazo que ocurrió en Sevilla para inaugurar un tiempo de amarguras y bocas calladas. El muchacho la acompañó en su silencio, mirando con ojos de asombro hacia las cuatro esquinas de la plaza y las ramas de los naranjos que comenzaban a agitarse con aquella vida minúscula de pájaros que se desperezan. La vida seguía. Nunca se había detenido, había marcado sus derroteros y los había seguido contra la voluntad de muchos y la determinación voraz de otros tantos. Irene imaginó que en aquella paz de árboles, de plaza deshabitada y canícula de siesta, el enemigo seguía al acecho, que quince años de régimen no habían hecho más que enquistar los rencores, que la lucha permanecía en la arena y que sólo quedaba esperar para que la justicia brotara de aquella tierra abonada por los caídos. Para ella era tarde. Se sentía mansa y terriblemente cansada y sólo se aferraba a la única esperanza de que don Santiago Lozano reconociera los rasgos de Fernando en los rasgos de su hijo.
Don Santiago llegó a la plaza a las siete. Desplegó al aire su pañuelo y lo colocó sobre un banco. Cuando Irene y el muchacho se acercaron el viejo ponía en hora su reloj con el reloj del ayuntamiento y no los vio hasta que no los tuvo delante. Don Santiago se tocó el sombrero, Irene correspondió asintiendo con la cabeza y el chico se quitó la gorra y la amasó entre las manos. Ninguno dijo nada. A Irene se le atragantó en la garganta el discurso que traía aprendido de memoria, a don Santiago se le paró el reloj del tiempo en los dedos al ver aquellos cabellos oscuros y revueltos, y el muchacho, con la mirada distraída, observaba con el pasmo heredado de su padre y de su abuela las primeras palomas desgajadas de los árboles y su vuelo vertical hacia las fuentes.
El tiempo de las palomas colmaba a la tarde blanca de arrullos cuando don Santiago Lozano se levantó del banco, extendió su mano y, por primera vez en su vida, pasó sus dedos sobre el pelo de su hijo.     



© j quesada, del texto y la foto