Esta
historia, aunque la vida ha tardado casi cuarenta años en perfilarla, comienza
una mañana gris de finales de noviembre del año setenta y seis. Lisboa amanece
en una bruma pesada y una luz mustia se desliza sobre los tejados de La Alfama. Ha dejado de llover
hace unas horas aunque la humedad ha depositado en el aire un poso de
melancolía antigua que se cuela en el piso que habita Abelardo Santiago, rocía
los muebles, golpea sobre las paredes, y se expande por cada rincón como un charco
de sombras.
Abelardo se calza sus zapatillas de
cuadros sentado en la cama. Es una cama de hierro forjado, alta, que va
soltando gañidos de muelle viejo y de la que Abelardo le cuesta bajarse. Ha
buscado las zapatillas con la punta de los pies y los ha deslizado dentro
mientras mira al techo. En el centro, junto a una lámpara de cuatro brazos que
llora lágrimas de vidrio y que alumbra por uno sólo de los brazos, las lluvias
de la noche han desprendido una lasca que ha ido a parar sobre la cama. Es una
más de las que se han desgajado del techo en los últimos meses, pero Abelardo,
según se levanta, piensa que esa podía haberles matado.
El resto de la habitación está cargada de muebles antiguos, como la cama
y la lámpara que los alumbra con su luz deficiente de una sola bombilla. Hay un
ropero de roble de dos puertas y un espejo que la humedad ha pelado hasta el
punto que se pueden ver, a su través, los tableros vencidos por el moho, y una
pared que, a trozos, muestra una costra de verdina espesa. Hay un baúl de junco
con pletinas mohosas de latón, recuerdo de Namibe. Una mesita de noche a cada
lado de la cama del mismo color que el ropero, y una peinadora estrecha, de un
solo cuerpo, con un espejo cuadrado donde la mujer, sentada en una silla de
enea, se alisa el pelo.
La mujer se llama Cesárea. Tiene casi
sesenta años. Es bajita y menuda y sus brazos bailan entre las mangas de la
bata mientras desenreda su pelo frente al espejo de la peinadora. La melena le
cae lacia sobre los hombros, y la mirada se le adentra en el azogue con un aire
de extravío más propio de un recién nacido que de alguien que viene de vuelta
de todo. Se diría, mirándola, que Cesárea está por descubrir el mundo.
Hace tres años que Cesárea no habla
nada. Desde una mañana del año setenta y tres que enterraron el cuerpo
destrozado de su hijo en el Cementerio Dos Prazeres. Terminó un padrenuestro
que dijo con todas las letras, secó sus lágrimas con el puño del vestido, tensó
sus rasgos en un gesto duro, plisó los labios que parecían querer reventar en
una carcajada de rabia, y calló para siempre.
Algunas mañanas Abelardo ni se acuerda
de Cesárea cuando se levanta. Su lado de la cama está frío del tiempo que lleva
sentada frente al espejo y el rasgueo del peine en la penumbra, de monótono y
rítmico, parece un elemento más de ese silencio que domina a toda la casa. Pero
esta mañana despertó alarmado cuando en la duermevela del último sueño se volvió
y palpó, en el otro lado de la cama, un pedazo de escayola que debió
desprenderse del techo mientras dormían. Saltó de la cama y encendió la luz.
Cesárea se pasaba el peine por el pelo, en la penumbra, y Abelardo se sentó de
nuevo en la cama, con la certeza de que su mujer habitaba ya en otro mundo y
que sus silencios, más que el efecto de una promesa antigua, es el síntoma de
que ha empezado a morirse. Claro que eso Abelardo tampoco sabría explicarlo y
se limita a levantarse de la cama, otra vez, cubrirse con el batín de a
cuadros, a juego con las zapatillas, y mirar el reflejo de su mujer en el
espejo.
—Haré café — dice al pasar a su lado.
Va hasta la cocina. Prende la hornilla y acerca un cigarrillo al fuego.
Lo gira sobre sí, con la mirada extraviada en la flama, y lo toma entre los
labios. La primera bocanada le provoca una tos seca que convulsiona su cuerpo.
Se toca el pecho. Escupe en el fregadero toda la humedad que la noche ha
depositado en sus entrañas y abre el grifo. El caño petardea un esputo de aire
antes de que el agua arrastre la bilis por el sumidero. Se siente cansado y
busca, en el primer estante de la alacena, un cartucho de café que abre con sus
manos temblorosas. El café se desparrama
sobre la encimera, sobre su camiseta blanca con lamparones de derrames viejos,
sobre sus manos, que tiemblan como un redoble de timbales silenciosos, y se
mesa el pelo con ellas, impregnándose de polvo la cabeza y acercándose un olor
viejo de madrugadas antiguas.
La memoria huele a café, se dice
mientras sacude el polvo de la camiseta y busca con los ojos la botella de
amarguinha. La memoria es una casa con goteras, se dirá algunas horas después,
frente a la bajamar, en la orilla del Tajo. Pero ahora sólo piensa en la
botella de vino amargo, que le vendría bien un trago y sentir el calor que baja
a las tripas, como si eso pudiera curarlo de tanta humedad y tanto silencio. No
recuerda que apuró anoche el último aliento y la botella, vacía, debe estar en
el cubo de la basura.
Apoyado en la encimera aguarda hasta que el burbujeo del café sella el
silencio de la casa con su bullicio de espumas y regresa a la habitación para
avisar a Cesárea de que el café ya está listo, aunque en el pasillo se vuelve
para izar las persianas y abrir la puerta del balcón. Le cuesta trabajo batir
el cierre de madera, hinchado por la humedad, pero al fin cede. Levanta las
persianas y una luz ambigua que se cuela entre las brumas ilumina su cara y sus
manos, que ya buscan el paquete de tabaco en el bolsillo de la bata. Una luz de
cenizas se esparce sobre un paisaje de tejados musgosos y ennegrecidos. Es un
horizonte de blancuras retintadas, con cables que vienen y van en un entramado
volandero y enmarañado, antenas de televisión disputándose los privilegios del
éter, y una mansedumbre vieja, posada, donde ni el sol en sus días más
espléndidos es capaz de aflorar el más pequeño de los rubores. Los tejados de La Alfama son tejados grises
aún cuando no llueve. El desaliento ha maquillado el pellejo de las casas con
una costra de tiempo y sarro y pareciera que esa misma decadencia lenta y
fantasmal las dota de las fuerzas para aguantar, impávidas, el devenir de las
lluvias, la soledad, y las fluctuaciones caprichosas de la memoria. Instalado
en este paisaje, vive Abelardo desde hace treinta y cinco años. Desde poco
después de que llegara a Lisboa del otro lado del Guadiana, y aunque ahora,
mientras mira los tejados ya le parece que entonces el paisaje era tal y como
lo ve, sí recuerda que otro calor habitaba su casa; otra luz parecía entonces
entrar por esa puerta que ha abierto. Era otra edad, piensa, mientras apaga el
cigarrillo contra la suela de su zapato y arroja la colilla a la calle.
—Ya está el café —murmura desde
el umbral del cuarto, sin entrar.
La mujer ha oído sin dejar de pasarse
el peine por su melena gris y mira de reojo, a través del espejo, los cascotes
que cayeron sobre la cama. Pasa una mano distraída sobre la grieta que en
zigzag baja desde las molduras, transcurre junto al azogue y cae, como un rayo
de mampostería, sobre el reflejo turbio de un charco que el desnivel de las
losetas ha remansado con un silencio que sólo el agua sabe guardar y al que
Cesárea corresponde con el suyo: un silencio portugués espeso, con ramazones de
amargura y el peso de una demencia donde Abelardo ha sabido descifrar, en ese
gesto silencioso que le ha descrito los estragos del agua y la vida carcomida,
el reproche con que Cesárea dinamita cualquier posibilidad de que se reconcilie
alguna vez con la suerte que le ha tocado vivir. Y quisiera decírselo,
amortiguar tanto silencio con sus propios reproches, pero a cambio, como si
otra persona hablara por su boca, le dice a Cesárea que esta misma tarde irá a
donde don Joao para exigirle de una vez por todas que les arregle la casa.
Don Joao Fonseca es el propietario del
piso donde Cesárea y Abelardo habitan desde hace treinta y cinco años, y vive
en un piso de su propiedad en la Rua
Augusta. Desde el balcón que hay en la sala de las visitas se
alcanza a ver el Tajo y su paso lento y apacible. A Abelardo le gusta ese
balcón porque hasta él llegan los bullicios de la Praça do Comercio; ese
trajín de automóviles y de gentes que trepa por las fachadas y se cuela por la
puerta de la balconada como una vida de muchos colores. Abelardo toma de ese
aire y observa el hormigueo que no cesa aún en los días en que la lluvia
acelera los pasos de los transeúntes, y espera con la paciencia del que no
tiene nada que hacer a que don Joao le reciba en su despacho y salga de detrás
de su mesa de caoba para abrazarle. Abelardo recuerda aquella mesa, que es como
un latifundio macizo donde germinan los papeles, mientras fuma acodado sobre la
balaustrada del balcón.
Fue hace tres años, cuando don Joao lo
citó para darle el pásame por la muerte de su hijo, la única vez que lo pasaron
al despacho. Permítame que dé un abrazo al padre de un patriota, le dijo, y lo
estrechó que parecía que quería ahogarlo, y le besó en la frente, y lo tomó de
los hombros y mirándole a la cara, que es como mira un hombre de palabra, lo
invitó a sentarse y a pedirle que contara con él para lo que hiciera falta. Sea
lo que sea, don Abelardo, que para estos momentos difíciles es para lo que
estamos los amigos.
Abelardo aplasta el cigarrillo contra
la suela de su zapato y se guarda la colilla en el bolsillo de la chaqueta
antes de regresar al salón. Del techo, alto y limpio, cuelga una lámpara de
muchos brazos, una fronda de orfebrería que irradia una luz que a Abelardo le
parece excesiva y lujosa, como los sofás que flanquean dos de las tres paredes
abigarrando la sala con filigranas de cachemir o la mesa con tapas de cristal,
recia y maciza, que en el centro de la habitación marca el único punto de
sobriedad. Es una sala amplia, y Abelardo ha calculado que en ella cabrían
todos los muebles de su casa. Y seguramente sus recuerdos, todos, cabrían en
las tres fotos de gran tamaño que adornan las paredes. Son los viñedos de las
Bodegas Fonseca, en Vila Moura, le dijo alguna vez el secretario de don Joao.
Estas fotos le provocan a Abelardo una honda y extensa tristeza, una aflicción
que seguramente tendrá que ver más con el silencio que retratan que con los
recuerdos que le vienen de los viñedos de Villanueva. La que más, una foto que
ha vuelto ocre el sarro de la edad, muestra en la lejanía una casa solitaria y
blanca hasta donde corren las hileras de las cepas, empequeñecidas a medida que
se aproximan a ella y se alejan del objetivo del fotógrafo. Abelardo, que no
sabe de perspectivas, mira la fotografía como si mirara una mentira. Esa foto
tiene un algo de ahogo a pesar de que capta la extensión del aire. Será la
aridez aparente de la tierra, piensa aproximándose hasta tocar el cristal con
la nariz, hasta oler el acre que levanta el polvo mojado, el vapor de las
primeras aguas de la primavera, el sigilo con que la uva se infla atravesada
por la luz. Y eso desasosiega a Abelardo, que no entiende, y que insiste en
mirarla para que le trasmita esa paz que no encuentra ni aunque sea capaz de
verla.
Abelardo mira el reloj y tose. Se palpa
el bolsillo de la chaqueta y quisiera encender otro cigarro. Se acerca hasta el
dintel que separa a la sala de las visitas y el recibidor y asoma la cabeza por
el pasillo que corre en dirección al interior de la vivienda. La puerta del
fondo sigue cerrada, como cuando llegó hace algo más de tres horas. Tose de
nuevo, carraspea y, ante el silencio de la casa, se aventura unos pasos por el
corredor, distraído. A mitad del pasillo, saliendo de una habitación muy
iluminada, el secretario de don Joao lo retiene del brazo.
—Creo que volveré mañana —dice Abelardo
sin dejar de mirar la puerta del fondo—. Ya se me hizo tarde.
—Está bem. Vocé me diz e eu conto ao
Sr. Joao…
—Déjelo. Ya si acaso mañana vuelvo.
—Como vocé queira.
El secretario de don Joao, que no ha
dejado de agarrarlo del brazo, lo acompaña hasta la puerta principal. Descorre
los pestillos sin dejar de sonreír, le cede el paso y antes de despedirlo, como
si acabara de recordar algo de muchísima importancia, le retiene y le pide, con
la mano levantada, que espere. Abelardo se siente agotado, y quisiera decir
algo más, pero se mira los zapatos y se muerde los labios. El secretario
regresa en un minuto con una cajita estampada de vivos colores donde Abelardo
reconoce, a manera de lacre impreso, el distintivo de las Bodegas Fonseca.
—De parte do Sr. Joao. —dice el
secretario— Amarguinha.
Abelardo, que ha agarrado el paquete
con las dos manos y lo mira, detenidamente, murmurando en un torpe portugués
con muchas zetas las letras del envoltorio, agradece con la cabeza y se vuelve.
Baja las escaleras sin encender la luz.
En la
Rua Augusta sigue la lluvia. Abelardo abre
su paraguas y camina en dirección a la
Praça do Comercio. Una luz como de plomo se levanta sobre el
Tajo. A Abelardo le parece oír el rumor de las aguas que bajan al Atlántico
como una llamada que desde el silencio le va procurando una calma desconocida.
Se deja ir como si no fueran sus pasos los que le trasladan hacia ese susurro
de mar que se amplifica y lo aísla. Cruza el Arco del Triunfo, los raíles del
tranvía, los adoquinados pavimentos de la plaza y se detiene junto al pretil que
separa al paseo del curso cimentado del río. Abelardo observa las cotas
marcadas en el hormigón. Es la bajamar y el agua corre hasta el océano con un
impulso imperceptible. Abelardo quisiera comprobar la fuerza de la corriente,
pues el agua se repite a sí misma, como una prolongación líquida del mirador de
la plaza. Pareciera que está quieta. Mira a su alrededor. Al otro lado de la
explanada un tranvía descarga a los que vienen de Belem y carga a los que van a
La Alfama. Es
su tranvía, y no quisiera tomarlo para no tener que ir a la desolación de las
paredes mohosas y el silencio de Cesárea. Se vuelve hacia el río. Arroja el
paraguas abierto y lo ve balancearse mecido por la marea.
Aún tardará un poco en perderlo de vista, pero Abelardo ya ha calculado
a qué altura del estuario su cuerpo acabaría vencido por el abismo.
Cesárea pellizca la hogaza que hace
rato depositó sobre la mesa. Piensa que hace tiempo que no come pan crujiente y
se lleva a los labios una migaja que cabe entre la pinza que forman sus dedos.
Le da vueltas en la boca, sin tragarla. Es como si la humedad la desinflara,
piensa sin dejar de mirar cómo la lluvia golpea contra las ventanas con un
repique violento. Las persianas que enrolló Abelardo antes de salir, por si
entraba la luz, tabletean contra el cristal movidas por un viento nervioso, y a
través de los vidrios nota que el aliento del aire hace tremolar los visillos;
los infla y desinfla con una cadencia sinuosa que Cesárea sería capaz de mirar
durante horas sin por ello tener la percepción de que el tiempo pasa. Porque el
tiempo no pasa en casa de Cesárea y Abelardo desde que le mataron al hijo en
Angola, o desde que la casa se cae a trozos vencida por la humedad, o desde
siempre.
Le parece oír las tres vueltas de llave
de la cerradura. Cada golpe de cerrojo es como una punzada, como un pellizco en
su corteza desinflada por la humedad y la desolación. Deja de respirar, para
oírlas mejor, aunque sabe que ese es un sonido que escucha hasta dentro de sí,
como una voz que en el alma le clama una venganza por las horas que ha pasado
sentada oyendo llover.
Apoya las palmas de las manos sobre la
mesa y se incorpora con dificultad. Comprueba que no falta nada, que cada cosa
está en su sitio —los cubiertos, las servilletas dobladas en cuatro pliegues,
la jarra del agua, la loza— y va hacia la cocina.
Abelardo ha entrado sin saludarla.
Empapado. Y fuma apoyado en la encimera de la cocina. La mira cuando la siente
entrar y se saca la botella del bolsillo de la chaqueta.
—Amarguinha —dice mientras la deposita
en la encimera, y miente: —Don Joao dice que para la primavera… cuando cesen
las lluvias, nos arregla la casa.
Cesárea se acerca a los fogones.
Destapa el perol. De su fondo escapa un vapor exhausto, apenas un vahído que se
derrite de frío, y Cesárea prende la hornilla para calentarlo. Abelardo tose.
Cesárea lo mira.
—He perdido el paraguas —dice, y
abandona la cocina.
Desde el dormitorio le llega la tos
seca de Abelardo, que reverbera en las paredes de la casa como en un cuenco
vacío. A Cesárea le parece que la casa está más desierta que nunca y por eso el
eco vibra con otra fuerza. Le parece estar oyendo, en esa tos que choca en las
paredes, la soledad pasar por su cocina, por su perol —del que escapa un
burbujeo apagado que se confunde con el chapoteo que se levanta del patio— y
por la botella de amarguinha que sobre la encimera, contra el fuego de la
hornilla, centellea con una luminosidad fría y rancia. Cesárea no se da cuenta, pero ha tomado la
botella, la ha descorchado —para adentro, empujando con un chuchillo— y ha
tomado un trago largo. Sabe a tierra mojada y a almendras. A vida y a fuego
bajando por la garganta. Toma otro trago. Lento. Podría ver la luz si cerrara
los ojos, pues el líquido le va encendiendo el alma con una claridad verdosa.
Es la euforia del vino, piensa mientras destapa el perol. Bulle el caldo en un
hervor impetuoso y antes de apaciguarlo con un chorreón de la botella, toma
otro trago largo y prolongado. Podría pasar el resto de su vida así, mirando la
botella vacía, leyendo las letras que en semicírculo recorren el emblema de las
Bodegas Fonseca.
Vinho,
sorte e esperanza, lee Cesárea entornando los ojos, balanceando su cuerpo
al compás de una entonación silenciosa que apaga el tono monótono y único de la
lluvia.
—Sim. A esperança de que me mate um raio
—grita al fin. Y su voz le suena como si nunca antes la hubiera oído.
© j quesada, de las fotos y el texto