Este cuento recibió el primer premio en el IX Certamen de Relato Breve "Alfonso Martínez Mena", de Alhama de Murcia, en el año 2009.
A Edith Vulijscher, por sus atinadas correciones
Siempre
pensé que cuando me llamaran de Villanubia sería para decirme que había que
enterrar a mi madre. Así ocurrió las otras dos veces. Cuando a mi hermano al
fin se lo llevó la misma muerte que había decidido veinticinco años atrás
dejarlo muerto en vida, y cuando la silicosis acabó por pudrir los pulmones a
mi padre, don Baldomero descolgó el teléfono, marcó mi número y, con la misma
voz espesa y pausada con que despacha el padre
nuestro en el púlpito, me dijo que acababa de administrarles la
extremaunción. Dos veces, y en el mismo mes. Pero en esta ocasión me indicó que
tenía que venir para hacerme cargo de mi madre, que llevaba varias semanas
pasando las horas muertas en el jardín, que la habían visto de noche deambular
por las escombreras, o adentrarse en las ruinas del pozo Concepción, y que a ver si tendríamos que lamentar una
desgracia mayor que la de la vergüenza de tenerla abandonada a su suerte.
Tomé el primer tren, con la
determinación de cerrar la casa para siempre y llevármela conmigo. Durante el
viaje, que no dura más de dos horas, fui madurando la forma de convencerla. Mi
madre y su casa me han parecido siempre dos entes indivisibles, dos cuerpos con
un solo alma. Cada rincón huele a ella y cada tallo que crece en su jardín
tiene el trazo enhiesto de su fortaleza. Al menos así era, hasta hace seis
meses.
La casa se la cedieron a mi padre
cuando la Compañía
de Minas cerró el último pozo y liquidó sus bienes. Había pertenecido a uno de
los ingenieros, un onubense con acento y apellido inglés que la hubiera
desmantelado ladrillo a ladrillo de haber encontrado la forma de llevársela
consigo. A cambio, nos dejó un hogar vacío, desangelado y triste, que mi madre
adecentó y vistió hasta convertirlo en un remanso acogedor y sencillo. Cuando
terminó de pertrechar el interior de la casa con los muebles que mi padre fue
construyendo en el cobertizo del jardín, engalanó las ventanas con cortinas de
cretona y blanqueó las paredes de cada cuarto, sacó de seis baúles los enseres
de nuestra antigua casa, colgó las fotos de los abuelos y un cuadro de Santa
Bárbara en el comedor, nos reunió a los tres y, con un aire de solemnidad
fingida, inauguró nuestro nuevo hogar con un gesto de brazos abiertos que era a
la vez la invitación para comenzar a habitarla y la satisfacción de que, por
primera vez desde que se casara y se fuera a vivir de prestado a la casa de mis
abuelos, era dueña no sólo de las paredes, sino del mismo aire, de los olores y
de las sombras. Y se dejó habitar por ella.
Con todo, lo que le llevó más tiempo
someter a su dominio fueron los ocho metros cuadrados de desbroces y matas
silvestres del patio delantero, en el que sólo la fronda salvaje de un magnolio
de doce metros parecía augurar la exhuberancia futura de su jardín. El magnolio
fue lo único que mi madre respetó de la antigua fisonomía del patio del inglés,
sin imaginar que aquel sería el árbol de la desgracia, el árbol desde el que
habría de precipitarse y descalabrarse toda la felicidad de mi familia. Pero
mucho antes de que eso pasara, despejó el patio del follaje viejo hasta pelar
toda sombra de vida silvestre y dejarlo en tierra viva, como una superficie lunar,
árida y bruta. Levantó dos macizos de geranios y petunias, orquídeas y
gladiolos para flanquear el pasillo de ocho metros de tierra que separa a la
cerca de la entrada principal de la casa, y rodeó la cerca con un rosal
frondoso de flores rosas, otro de amarillas, un jazmín, y unas matas de dama de
noche que explotaban su fragancia en la atardecida del verano. Y para
equilibrar la perspectiva del inmenso magnolio, plantó dos naranjos amargos, con
cuyos efluvios de azahar habrían de anunciarse las primeras tardes de la
primavera.
Mi hermano tenía entonces seis años, yo
dos más que él, y mi padre, con poco más de cuarenta, comenzaba a sentir los
estragos de una bronquitis con la que convivió hasta que la silicosis empezó a
rumiarle los pulmones, hace apenas un año. Con las exiguas rentas de su jubilación
anticipada no hubiéramos salido adelante, pero mi madre no le hubiera permitido
nunca que, como una vez sugirió, vendiera la casa que le había cedido en
propiedad la Compañía,
en concepto de indemnización, y fue ella misma la que, firme y resolutiva, le
conminó a que aprovechara los conocimientos de sus veinticinco años de
serruchos y costeros como entibador del pozo
Concepción para montarse en el cobertizo un tallercito de carpintería con
el que no sólo proveyó de muebles nuestro nuevo hogar, sino que abasteció de
baúles y balancines, sillas, puertas y ventanas a un pueblo que comenzaba a sufrir,
con el cierre de la mina, el éxodo de los más jóvenes y una suerte de
aislamiento mercantil que prolongaría por alguna década más la existencia de
los oficios artesanos. Lo que en principio fue una reconversión forzosa con la
que suplementar la paga, se convirtió con el tiempo en un escape y en una forma
de aislamiento que no abandonó hasta su último aliento. Según supe después, el
mismo día de su entierro, cuando mi padre se sintió incapaz de responder a los
pedidos y agotado por los primeros síntomas de la enfermedad que habría de
llevárselo para siempre, se enclaustró en una segunda jubilación, entre las
cuatro paredes de su taller, y construyó en las horas de alivio su propio ataúd
y el de mi hermano.
Mientras el tren cruzaba los vastos
labrantíos de la vega, y se iba adentrando en los pedregosos paisajes de la
sierra, se me ocurrió pensar que alejar a mi madre de su casa iba a ser como
extirparle un órgano, como desposeerla de medio hígado, de la mitad de un
pulmón, y pensé en mi padre, en su respiración de piedras, en la comezón de la
silicosis ganándole célula a célula ese espacio reservado para el oxígeno y en
cómo mi madre, desposeída de esa mitad que era su hogar acabaría ahogada sin
remedio por la disnea del desarraigo.
Toda la casa, mientras bajaba por la
cuesta de la estación, me pareció un reducto sombrío de lo que había sido, de
lo que fue hasta hace seis meses, cuando vine a enterrar a mi padre. A mi madre
la encontré apoyada en el magnolio, cubierta hasta la cintura por una
vegetación salvaje de jaramagos y hojas de malva. De pie, sobre las ruinas del
jardín que levantó a golpes de almocafre y que perfiló y amansó a puro embate
de tijeras. A los macizos de geranios y petunias, orquídeas y gladiolos,
parecía habérselos llevado el viento de la tristeza y sólo quedaban, como
memoria remota de lo que fueron, el trazo de piedras pulidas y redondas que los
limitaba, el espinazo agreste de alguna raíz que había logrado perdurar a los
estragos del polvo y la desidia, la hierba salvaje, y los desbroces del
magnolio. Sobre la cerca podrida y quebrada por el empuje de las raíces, se
arrumbaban las hojas mustias de la dama de noche, el follaje desatado del rosal
y los jazmines macilentos de intemperie y abandono.
Sólo seis meses. Y el tiempo parecía
haberse precipitado como una tormenta sobre la casa y sobre mi madre, ojerosa
de insomnio y con la mirada mate y perdida en no sé qué horizonte o en qué
espera. Llevaba ceñida a la frente una diadema de flores deshojadas y desvaídas
por el roce de los años, que no bastaba para contener la explosión de su pelo
desgreñado y espeso, y una bata de muselina blanca, ajironada y salpicada de
rozaduras y polvo de carbón. Aún así, me sonrío al verme, y mientras cruzábamos
los ocho metros de sendero que separan a la casa del vallado, abrazadas por la
cintura, me preguntó si me quedaba a cenar.
—Tu hermano se alegrará mucho de verte
—remató.
Me confirmaba así lo que ya había
imaginado en el viaje, que mi madre se había aferrado a una existencia basada
en la abnegación y en una rutina de veinticinco años en los que se ocupó de
lavar el cuerpo inerte de mi hermano, voltearlo cada tres horas en la cama,
limpiarle las purulencias a sus escaras y alimentarlo con sus manos, con la
inmensa esperanza de que un día su cuerpo, como el de un lázaro que guarda una vida dormida dentro de su cuerpo muerto, se
levantara para restablecer los días de la alegría. De algún modo, mi madre
trató de vivir, desde el accidente, en una burbuja de tiempo, en un paréntesis
que habría de cerrarse un día para prolongar una existencia quebrada, mientras
mi padre se encerraba en el cobertizo y suplantaba las emanaciones de su rabia
con las virutas de los tablones, y yo, a doscientos quilómetros de distancia,
evitaba que mi hermano descubriera en mis ojos la mirada que fue primero de
culpa y luego de compasión, y que hoy traslado desde la memoria con la
certidumbre de que la forma en que mi padre y yo nos aislamos de la verdad no
difería en nada de la que tomó mi madre, pero que ella cargó con una
responsabilidad extrema que la dejó vacía cuando cesó la rutina de levantarse
cada mañana para peinar a mi hermano, pasarle la cuchilla de afeitar por su
rostro y descubrir en la hoja barbera una de las pocas evidencias de que en su
hijo latía una vida subterránea e inútil.
La enfermedad de mi padre, en su fase
terminal, debió ser para ella un añadido de sacrificio y abnegación, una doble
aproximación al vacío. A veces pienso que mi padre murió de cansancio. Cuando
se supo que, tras el accidente, mi hermano quedaría para siempre postrado en la
cama, sufrió una inflamación pulmonar que estuvo a punto de llevárselo por
delante, y he pensado muchas veces si deseó morirse, si su carácter endeble y
su apocamiento ante la adversidad pulsaron en sus maltrechos pulmones un
mecanismo de autodefensa para librarle de veinte años de vida vacía y dolorosa.
Pero se restableció, para acompañar a mi madre con sus silencios largos, para
estar con ella, aunque pasaba por delante de la habitación de mi hermano sin
atreverse a mirar para adentro, luchando por no verlo cada día consumiéndose en
su propia materia. Tomó la decisión de vivir, he pensado estos últimos días, para
procurarle a mi madre una compañía silenciosa, de la misma manera que tomó la
decisión de morirse cuando en el ambiente se evaporó la última vaharada del
linimento con que mi madre friccionaba la flacidez de los músculos de mi
hermano y su cuarto quedó vacío para siempre. Mi padre cesó su vida de
prestado, y mi madre, que en todos esos años había resistido aferrada a las
rutinas de las tareas de la casa, insuflándole al jardín su aliento diario,
sobreponiéndose a la fatiga, se dejó invadir por la maleza del abandono, como
si su vida y todos sus actos hubieran perdido la razón de ser al morir mi
hermano y mi padre. Se hubiera muerto, como ellos, si esta demencia que le
ofusca no hubiera venido a salvarla de una realidad para la que ya no se siente
útil.
No sé muy bien en qué tiempo vive, pero
presumo que, a ratos, lo hace en la época en que mi padre aún trabajaba en las
galerías del pozo Concepción, y que
por eso sale a buscarlo, y cruza las escombreras, y se detiene en la bocamina
cegada por los rastrojos y los derrumbes del abandono. He decidido velarle el
insomnio y más de una noche la he parado en la misma puerta de la casa para
devolverla a la cama. Nunca se ha resistido y me ha dejado que la arrope, con
esa mansedumbre que achaco al cansancio y a la confusión, y ha dormido hasta el
mediodía. A veces la encuentro en la mecedora, junto a la cama de mi hermano,
velando el vacío que dejó su cuerpo; otras me mira como si nunca me hubiera
ido, y tiene episodios de lucidez que alterna con otros en los que ni siquiera
me reconoce.
Durante las mañanas he procurado
adecentar la casa, primero con el afán de hacerla habitable mientras tuviéramos
que permanecer en ella, hasta cubrir los trámites necesarios para venderla, y
luego empujada por una melancolía obsesiva de la que no descansaré hasta que la
casa consiga parecerse, al fin, a la que habité hace veinte años. O
veinticinco, cuando mi hermano y yo jugábamos entre los arriates, y era junio y
su calor espeso nos sorprendía en los vapores fragantes de las flores, y
trepábamos por las primeras ramas del magnolio hasta encumbrarlo como se
encumbra la cofia del galeón pirata, y divisar las estribaciones primeras de la Sierra Norte o las siluetas
copudas de una isla lejana y vaporosa. Justo antes de que la rama última se
partiera y levantara un alboroto de vegetación quebrada y un golpe seco en el
remanso silencioso de la siesta. Justo antes de que mi hermano quedara roto
sobre las flores. Como si la vuelta a ese paisaje fuera capaz de conjurar estos
veinticinco años de tiempo desolado.
Me hubieran faltado las fuerzas para
emprender esta tarea, o no sé si la determinación, pero hace seis días pasó don
Baldomero a visitarnos. Don Baldomero luce aún sotana, y mantiene ese aire
fúnebre y sentencioso de hace veinticinco años, cuando en el recogimiento de la
confesión me inculcó este sentimiento de culpa que acabó poniéndome a
doscientos quilómetros de distancia de mi familia y de mi casa. ¿Sabes que has matado a tu hermano con tu
inconsciencia?, me dijo entonces. Que yo tenía que haber cuidado de él, que
no debí dejarle trepar por el magnolio, que ni la fuerza redentora de mil
padrenuestros iba a librarme del remordimiento, y que Dios había elegido la
postración de mi hermano para hacerme penar con su presencia de muerto en vida
la omisión de mis actos. Aquellas
palabras suyas me mordieron el alma entonces. Y creí poder sacármelo para
siempre cuando cinco años después me alejé de mi casa y mi familia.
Hace seis días vino con un veneno
nuevo. Me sugirió que si no me parecía demasiado providencial que mi hermano
muriese sólo diez días antes que mi padre, y lo dijo como si Dios no fuera
capaz de engendrar un poco de cordura divina en sus designios. Mi padre no puede tener nada que ver con eso,
contesté. Pero fue mi madre la que le abrió la cerca y, con un brazo estirado,
le gritó que abandonara nuestra casa
y que no volviera ni para darnos la extremaunción.
Esa misma tarde entré en el cobertizo.
Rebusqué entre las herramientas de mi padre un azadón, que encontré entre sus
utensilios de carpintero, y despejé el patio del follaje viejo hasta pelar toda
sombra de vida silvestre y dejarlo en tierra viva, como una superficie lunar,
árida y bruta; podé la fronda desatada del magnolio y las ramas descolgadas de
los dos naranjos y abrí en el suelo, con un almocafre oxidado por el desuso,
las líneas donde hoy mismo he transplantado una docena de brotes de geranios y
petunias, orquídeas y gladiolos.
En estos seis días, mi madre no ha
intentado una sola vez tomar el camino de las escombreras, y aunque ha pasado
el día entre la habitación de mi hermano y la sombra del magnolio, he notado en
su rostro un brillo antiguo, y hasta se ha acercado a decirme que los geranios,
mejor plantarlos bajo la sombra suave de los naranjos. Luego se ha cobijado
otra vez bajo las hojas del magnolio, para habitar su tiempo de humo, y ha
sonreído.
Tengo absoluta conciencia de que cualquier
intento por restablecer el tiempo extinguido no evitará que me consuma dentro
de mi propia memoria, como la muerte consumió a mi hermano dentro de su cuerpo.
Ni siquiera sé si persigo la dignidad de ver morir a mi madre un día, que deseo
lejano, dueña de su propio aire y de su propia sombra. Pero he descubierto el
aliento que la hacía fuerte e invulnerable en este fragor de flores abiertas,
en este jardín reverdecido, en la blanca floración del magnolio que exige su
vida, a pesar de los muertos, como ya la exigía hace tantos años, cuando mi
madre inauguró nuestra casa.
© j
quesada, de las fotos y el texto