Este relato recibió el primer premio en el XVI Certamen Literario "Santoña... la mar", en el año 2011
A Juan Manuel Sainz Peña, por compañero y por cierto viaje al norte
El día que Alfonsino Melo se embarcó en el Boa
Esperança, la negra Teresa Bento soñó que un banco de arenques la rodeaba y que
tiraba de sus ropas hasta enterrarla en un jardín submarino de sargazos
fosforescentes. Se despertó, ahogada aún por los vahídos de una visión que
parecía más de este mundo que del mundo de los sueños, y se incorporó en la
cama sin dejar de mover los brazos hasta sacudirse a manotazos un cardumen de
arenques invisibles. El sudor que la empapaba desprendía un tufo tan
pronunciado a yodo que le vinieron a la memoria los humores salitrosos de todos
y cada uno de los marinos que habían pasado por su cama. Se levantó, se cepilló
los dientes y la lengua para desprenderse aquel aliento a légamo y algas viejas
que le había quedado en la boca como rescoldo vívido de la pesadilla, y tomó de
la percha del recibidor una bata de vivos colores que fue abotonándose mientras
bajaba las escaleras.
El mulato Vasconçellos le dijo la noche anterior a Teresa que Alfonsino
Melo se embarcaría al amanecer, así que aceleró el paso cuanto pudo mientras
cruzaba las calles en penumbra y observaba que las primeras luces del alba recortaban
los perfiles de Morro Branco. Parecía que aquella mole de piedra y monte
devastado se bastaba para contener a toda la luz de África, pero Teresa Bento
se dijo que nada en África era eterno, ni siquiera la noche, por eso cuando
llegó a la taberna del mulato Vasconçellos y el sol, de golpe, como si hubiera
rebosado de las alturas, derramó sus blancores sobre la ciudad, la negra deseó
con todas su fuerzas que Alfonsino Melo aún no hubiera salido para el puerto y
que María Breinert hubiera logrado en aquella última noche lo que ella no habría
conseguido nunca: retenerlo para siempre en el archipiélago.
Abrió la puerta, con las llaves que aún conservaba del tiempo en que
cantaba en la taberna, y avanzó por el local sin accionar la luz. Oyó ruido en
la trastienda y se detuvo. Le costó avanzar, ahora que sabía que aún tenía
tiempo para persuadirle, y se sorprendió a sí misma figurándose a María
Breinert y Alfonsino Melo enredados aún en el abrazo de la madrugada y apurando
el último sudor de sus cuerpos, y aunque se dijo que de Alfonsino Melo sólo
esperaba ya que la oyera al menos en esta súplica, no pudo reprimir un temblor
que le agitó el alma y los huesos al imaginarle cerca, como aquella otra vez
que la rechazó. Se sobrepuso del vértigo, volvió a la áspera realidad y llamó
con los nudillos en la puerta de la trastienda.
Alfonsino Melo le pidió que pasara.
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En los años setenta la taberna Vasconçellos era un antro de paredes descascarilladas
y luz cenicienta, con una barra de formica renegrida de vino viejo y saudade y
una docena de mesas dispuestas en torno a una tarima elevada dos palmos sobre
el suelo. Cada noche, antes de descubrirse la habilidad de leer en los posos
del café los designios del porvenir, y mucho antes de que la alemana María
Breinert la arrinconara en una mesa apartada, la negra Teresa Bento cantaba
fados y boleros sobre esa tarima. Sobre ella, se dice, cantó una noche Cesaria
Évora cuando no era más que una chiquilla de pies descalzos y voz trémula.
En aquel tiempo incierto de tabernas y buques de guerra, con medio África
levantado contra Portugal, el local del mulato Vasconçellos era un hervidero de
almas errantes y clientela diversa. Un antro que igual daba de comer a un
misionero en su escala hacia Malabo, que abastecía de mujeres a toda la armada
portuguesa. Entre sus mesas se cerraban oscuros negocios y trapicheos menores.
Los contrabandistas del archipiélago se daban la mano mientras en las sillas
aledañas algunos poetas jóvenes con ínfulas de cambiar el rumbo del mundo
pergeñaban sus versos sobre mesas grasientas de aguardiente; y viejos marinos
mercantes, curtidos de barlovento y lejanías, hablaban a gritos, y en distintos
idiomas, de los verdes paisajes de la remota Irlanda o del perfume con olor a
suspiro de una muchacha de Amberes.
Teresa Bento apenas rebasaba los
veinte años. Tenía entonces la misma inocencia de recién nacida que cuando el
mulato Vasconçellos se la encontró, envuelta en un saco de lona, en el basurero
de un arrabal de Mindelo. El mulato alquiló una teta a Fabiana Galloso, que por
entonces amamantaba a un hijo que habrían de llevarse años más tarde,
destrozado por una granada, las aguas de
un río de Namibe, y crió a Teresa entre los humos de la taberna y el colegio
que los hermanos Maristas habían levantado con velas de circo en un solar
próximo al puerto. Los mismos religiosos la bautizaron, le dieron un apellido
postizo con el que disimular sus orígenes expósitos, y la educaron en una fe que
habría de perder, como la inocencia, el día que Alfonsino Melo la rechazó en la
trastienda.
Todas las noches Teresa Bento se subía a la tarima, el mulato
Vasconçellos prendía una luz cenital y todo el negro luminoso de sus carnes
resplandecía en la taberna. Se aplazaban entonces los tratos, los viejos
marinos acallaban sus voces, los poetas sus susurros de dolor vago, el fraile
misionero apartaba la cuchara de la sopa y poco a poco, como una ola que se
aleja, se apagaba el murmullo hasta quedar sólo el silencio. Cuando tañía el
cavaquinho y el violín emitía su
quejido, envuelta en aquella voz
melosa y susurrante, se le olvidaba a la clientela que a pocas millas, en el
continente, se libraban muchas guerras.
Tenía ese don Teresa Bento, y por más que los hombres estuvieran
dispuestos a romperse el corazón a cuchilladas por uno solo de sus besos, o que
sus desplantes enviaran a algún poetilla enfermo de amor a las fauces del
suicidio, la negra irradiaba una paz que a todos congregaba en torno suyo,
mansos como vacas y expectantes a una mirada que habría de elegirlos para el
amor, o no. Aparte de la calidez de su voz, la dulzura con que derramaba un
bolero entre las mesas, la insinuación siempre viva de sus ojos o el olor a jazmín
marino que desprendía su cuerpo al pasar, era la promesa de cataclismo que ofrecían
sus larguísimas piernas la que volvía bobos a los hombres. En cualquier caso,
su belleza era de un fatalismo inconsciente y la forma en que elegía a sus
amantes no era premeditado, sino que ocurría, como casi todo en Mindelo, por
azar, de manera que podía darse a seis hombres distintos una misma noche o
pasar largas temporadas de abstinencia, y nunca nadie supo a qué recóndito
impulso respondía su corazón para elegir a unos y desechar a otros. Ella decía
que era puro amor, y nunca cobró por ello ni un escudo, ni se encamó con nadie
por lástima. Amaba, y los hombres, que acudían a su cuerpo encendidos como
ascuas, regresaban vacíos y leves y con menos ganas de exhibir sus maneras de
filibustero, y hasta el mercenario deponía las armas mientras le duraba aquel
atisbo de vida celestial en la memoria.
En este ambiente propicio para la lírica y el menudeo, el fado, la
fanfarria y el amor, llegó una primavera, con su enigmática sonrisa de gioconda
y dos baúles de junco extenuados de polvo, el único hombre que le dijo no a
Teresa Bento. Se llamaba Alfonsino Melo, y nunca nadie supo de dónde vino; del
mundo, decía. Tomaba un barco —lo mismo le daba un ballenero cantábrico que un
carguero japonés— y sin importarle el rumbo que tomaba su proa, se empleaba por
poco más que la comida y unos pesos, y se bajaba en el primer puerto donde amarraba
sus maromas. El último buque que tomó le dejó en el puerto de Mindelo como
podría haberle dejado en una playa de Alejandría o en un fiordo del Mar de
Bering.
Se decía que era el talante azaroso de Alfonsino Melo lo que la volvió
tarambana y la bajó de las nubes de gasas del olimpo terrenal en que vivía
ajena, como nadie, a los desplantes y a los caprichos del amor. Pero la verdad
es que más que el azar —pocas cosas en Mindelo se premeditaban o se cumplían
bajo el rigor de un orden fijado de antemano— era el brillo de su sonrisa
misteriosa, ambigua, iluminada siempre por un halo translúcido de mona lisa la
que mantuvo viva y perturbada para siempre a Teresa Bento, que un día se desnudó
para él en la trastienda donde el mulato Vasconçellos lo había alojado, apartó
con manos delicadas las ariscas sábanas de lona del catre carcelario y, como
una sirena rendida y complaciente, se tendió a esperarlo. Alfonsino Melo, con
toda la dulzura que le permitieron sus manos ásperas de maromas, le alcanzó sus
ropas desparramadas por el suelo para que se vistiera y le susurró al oído que
no podía ser, que él andaba de paso, y le soltó aquella cursilada, impropia de
un hombre duro de corazón salitroso, de que su alma pertenecía al mundo.
Salió de la trastienda desorientada y a medio vestir, cruzó la taberna, tropezó
en varias mesas y se juró allí mismo que Alfonsino Melo acabaría sucumbiendo y
arrastrándose, como todos, por un beso. Esa fue la primera noche que no cantó
en cinco años, y la primera que la vieron encendida como un hachón de sacristía
y tan fuera de sí que hasta aquel halo de paz con que amansaba a los hombres
más pendencieros y silvestres se tornó torbellino del infierno. Aquella criatura
celestial, que había conocido antes los envites de la carne que el desconsuelo
del rechazo, que había amado sin esperar nada a cambio más que levitar sin peso
como una mujer gorrión, acababa de saber que era capaz de odiar y de sentir
rencor. Acababa de encontrar su lado oscuro.
A partir de entonces nada fue lo mismo y Teresa Bento espació sus
actuaciones, aquejada unas veces por una profunda melancolía y otras por una
cólera demencial, y languideció en una mesa apartada, rechazando a unos por
pura apatía y tomando a otros por deporte, mirando de reojo o desafiante, según
la noche, emborrachándose hasta el estrago con las pequeñas felicidades de las
mesas aledañas, o flotando entre los efluvios de una vida de la que parecía
alejarse, alejarse, alejarse…hasta el punto de no sentir la más mínima zozobra
cuando María Breinert ocupó su lugar en la tarima, blanca como una mañana
reflejada en las arenas de Mindelo, con su voz áspera de teutona antigua y sus estrafalarios
sombreros de frutas, sus batas de tafetán y sus pendientes roscados, cantando
músicas de otras latitudes más gélidas y derramando su sensualidad recia por
las mesas, mientras el mulato Vasconçellos prendía la luz cenital y miraba para
otro lado, avergonzado de su diminuta infidelidad, aún a sabiendas que Teresa
Bento al único a quien reclamaba alguna explicación, buscando con la mirada
entre las mesas o las penumbras del pasillo que daba a la trastienda, era a
Alfonsino Melo.
Fue otra época dorada de la taberna Vasconçellos, y aunque para el más
borracho de los parroquianos era posible notar la diferencia entre la diva
morena y la blanquísima vedette, aquel tiempo de bárbaros, de vida barata,
aquel tiempo en que África hervía salpicada de pequeñas guerras en cada arrabal
y en las tabernas sedimentaba la amargura, propició que la clientela aceptara
la permuta como un signo de los cambios que se avecinaban. Y hasta Teresa Bento
aceptó con resignación que María Breinert, al final de cada noche, se deslizara
hasta la trastienda para no salir de allí en tantas horas como ella era capaz
de permanecer vigilando, mientras fumaba un cigarro tras otro y apuraba los
vasos de vino amargo, incapaz siquiera de sentir ya ni odio hacia Alfonsino
Melo ni envidia ni rivalidad hacía María Breinert, sino una apatía de mascarón
de proa —inmutable contra el vaivén de las mareas— en la que se hubiera perdido
para siempre si en una de esas noches de vino y aburrimiento no llega a
descubrir que era capaz de adivinar el porvenir cuando en las volutas de humo
del cannabis vio que a Joao Galloso, su hermano de leche, lo acababa de
desintegrar una granada en las orillas de un río de Namibe.
Fuera porque encontró otro sentido a su vida, o porque le zarandeó la
visión desgarradora, Teresa Bento pasó del canto al tarot apenas su madre
postiza le confirmó con el telegrama que llevaba arrugado en la mano que de
Joao Galloso no habían encontrado ni el pellejo. Y ya sólo vivió para
perfeccionar ese don de la anticipación que se había descubierto, y sufrió
mucho, pues eran tiempos convulsos de tiros y de naufragios y no había una
noche que no recibiera de las zurrapas del café la señal de un cuerpo
acribillado o el reflejo azul de un ahogado. La exuberante Teresa Bento,
cantante de fados y boleros, se convirtió con el tiempo en la lánguida y
extenuada Teresa Bento, nigromante, insomne y atormentada por tantas terribles
visiones que hasta creyó enloquecer cuando anticipó la muerte, aquella noche
que soñó con arenques, del único hombre al que había amado con un amor duradero
y el único, que se sepa, que le dijo no a su cuerpo desnudo.
La verdad es que su don no era infalible y por mucho que quiso
perfeccionar su talento no pudo nunca amaestrar las sensaciones, ni traducirlas
de manera que lo que a ella se le representaba en la mente tuviera una
traslación exacta en la realidad. Más que adivinar, se aproximaba por vía de la
intuición; y sí, supo que Alfonsino Melo iba a morir ahogado en los próximos
días, pero lo que no adivinó, mientras atravesaba aquella mañana la taberna en
penumbra, era que cuando abriera la puerta de la trastienda no encontraría el
cuerpo pálido de Alfonsino Melo abrazado al cuerpo níveo de María Breinert,
sino a Alfonsino Melo arreglando su equipaje, metiendo en uno de los baúles de
junco los calcetines, los calzoncillos plegados y sus camisas, y en el otro el
vestido azul con que María Breinert debutó seis meses atrás, sus tafetanes de
arabescos imposibles, sus paipáis de mimbre, sus batas chinescas y sus
sombreros exuberantes de plumas y pompones, y aún cuando su primer impulso fue
creer que María Breinert lo acompañaría en su viaje, le bastó mirar
detenidamente la habitación y no hallar de ella más que su vestuario y la
sonrisa de mona lisa que compartía con Alfonsino Melo para descubrir por fin el
enigma de que el único hombre que le dijo que no y la única mujer que mantuvo
vivo el espíritu de la taberna Vasconçellos mientras ella se perdía en los
vericuetos de la apatía y en los arcanos de la adivinación, eran una misma
persona.
Teresa Bento necesitó recuperar el resuello después de la carrera y la
revelación, y se sentó en el mismo catre carcelario donde meses atrás se había
desnudado para él, y le comunicó la fatalidad de sus sueños, aún a sabiendas de
que el destino había echado sus cartas sobre la mesa y que el azar, ese que
Teresa Bento desvelaba con horas de anticipación, había dispuesto un lecho de
sargazos para Alfonsino Melo en alguna sima oceánica entre el Cabo Bojador y las
islas de Madeira.
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Eso pasó hace mucho tiempo, en una época en que todos iban de paso y la
vida se iba consumiendo entre amarguinhas y apuestas al todo y nada. Ya no
llegan buques de guerra a Mindelo, ni sus habitantes salen al encuentro de los
mercantes con sus barquitas desconchadas, ni el local del mulato Vasconçellos
sabe de otra clientela que esa que arriba a Cabo Verde atraída por las arenas
blancas y el exotismo maquillado de sus cafés y sus tabernas. Estos que llegan
ahora vienen con muchos dólares en los bolsillos y la serenidad palpitante de
quien se encuentra a salvo de la más ligera contingencia. Entran en la taberna
y enseguida se contagian de la alegría del cavaquinho y se confunden con los
tonos claros o templados de sus paredes, camuflados en un ambiente pensado para
ellos. Es un tiempo sereno, tan distinto a aquel otro tiempo convulso e
incierto en el que la clientela de la taberna Vasconçellos arribaba a sus mesas
con la sed del mar en la garganta y la entrepierna entumecida por las
abstinencias oceánicas, por eso Teresa Bento, con sus sesenta años cumplidos,
apura un ron oscuro sentada en una de esas modernas mesas que el mulato se hizo
traer de Praia antes de morir, y se pregunta cada tarde si Alfonsino Melo,
cuando encuentre la senda del regreso, querrá volver ahora que la taberna huele
a perfume embotellado y los altos plafones de sus techos iluminan lo que antaño
fueron penumbras, pues Teresa Bento a veces pierde la memoria y ni se acuerda
del naufragio del Boa Esperança, y otras veces le lucen los ojos con el saudade
de aquellos tiempos menos benévolos en que la vida se jugaba al azar y se
perdía. Mantiene vivo ese halo que apacigua a los hombres, y los convoca mansos
a su lado, y aunque ha perdido la belleza de sus mejores días, y su piel
bruñida de luz cenital parece ahora el pellejo encallecido de un elefante
viejo, aún los niños se le acercan atraídos por el sosiego que emana de sus
ojos. Ella los bendice, y recuerda que una vez fue capaz de odiar al único
hombre que le dijo que no, pero que volvió a la cordura la noche que se le
enredaron los signos de sus presagios y descubrió su secreto.
Ahora sólo espera que se le resuelva el último misterio, pues hace
semanas que sueña piedras del desierto, y en algún sitio ha leído, me dice, que
esa conjunción sólo puede ser el aviso de su propia muerte.
© j quesada, del texto y las fotografías
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