Este relato recibió el primer premio en el VI Certamen de Relatos Villa de Cabra del Santo Cristo, en el año 2010.
Fernando Lozano Teruel
tenía veinte años cuando un cascote desprendido de la fachada de la Telefónica
le abrió la cabeza. Fue, dicen, el primer cañonazo que ocurrió en Sevilla. Los
agujeros de la metralla aún podían verse cuando su padre, don Santiago Lozano, después
de quince años de luto, iba hasta un banco de la Plaza Nueva y pasaba las horas
muertas tirándoles miguitas de pan a las palomas. Llegaba a eso de las seis de
la tarde, se sacaba el pañuelo del bolsillo de la chaqueta, lo desplegaba al
aire con empaque torero, lo dejaba caer sobre el banco —como el que tiende una
sábana minúscula— y se sentaba en él hasta que la tarde caía tras las siluetas
de los edificios. A veces contaba las picaduras que aquellos primeros tiros
levantaron sobre la fachada de la Telefónica; cinco, seis, siete…, pequeñísimas
melladuras que confundía con las huellas que el tiempo había ido labrando en
sus paramentos de piedra; o se abstraía durante horas, con la mirada perdida en
la fronda de las palmeras, mientras los pájaros picoteaban los dátiles hasta
dejar sus racimos desnudos. Alguna vez se le vio hablando con algún conocido
pero, más pronto que tarde, acababa por sacar su reloj de leontina del bolsillo
y preguntaba si había visto a Fernando. Al poco chascaba la lengua, por no
mordérsela, y volvía a ese mutismo casi natural en el que había vivido los
últimos doce años, pero tarde ya para que su acompañante no se levantara con un
condiós más compasivo que cortés y se
alejara murmurando para sus adentros que al pobre viejo le habían comido los
sesos las palomas.
Otras veces echaba un
brazo en el respaldo forjado del banco, apoyaba la cabeza, y se dormía. Así fue
como lo encontró Irene Bermúdez el día que decidió ir a buscarlo.
Irene rondaba los cuarenta
años, aunque no parecía mucho más joven que don Santiago. Las humedades de las
celdas y las hambrunas de los ranchos le habían cuarteado el pellejo y la tisis
le había dejado para siempre unas ojeras que acentuaban su mirada triste y
desconfiada y una tos roja que a cada tanto tenía que abortar con el pañuelo, y
aunque había salido de la cárcel hacía dos semanas, aún le parecía oler a
colchón apulgarado y a letrina. Arrastraba esa confusión de alma en pena de los
recién liberados y el asombro del que descubre el mundo de nuevo, a la vez que
una irrevocable pesadumbre por el tiempo vencido que ni la alegría de abrazar
de nuevo a su hijo sin el impedimento de las rejas supo aminorar.
Se sentó al lado de don
Santiago y observó las palomas que picoteaban el pan desperdigado a sus pies,
ajenas, habitando ese tiempo sin dimensión de vuelos y de arrullos,
intemporales y sin pasado donde anclarse, tan libres en su albedrío que hasta le
pareció que transmitían un regocijo remoto y un mensaje de armonía bulliciosa
que ella no estaba dispuesta a compartir. Iban y venían, picoteaban su ración
de pan y se elevaban hasta las palmeras, inmunes a cualquier desaliento. Al
otro lado del banco, don Santiago dormía como un niño.
Así permanecieron, uno en
un sopor de animal invernado y la otra en la tensa espera de verlo emerger de
los abismos del sueño, hasta que la plaza se fue cerrando con las sombras de
los edificios y llegó otra vida a llenarla con sus bullicios de automóviles y
de críos que jugaban al aro y componían escenas bélicas inocentes con muertes
de mentira, ajenos también, como las palomas, a ese otro tiempo ido de tiros y
venganzas. Estaba a punto de levantarse cuando al viejo se le venció la cabeza
y se espabiló de golpe. La miró, recompuso su figura en el banco y la saludó
cortésmente con una ligera inclinación a la que Irene correspondió con lo
primera ocurrencia que tuvo, que fue una broma maliciosa sobre la conveniencia
de no quedarse dormido al albur de las palomas.
—A mi edad —le contestó—,
una persona se duerme hasta de pie.
Se sacudió las migas de
pan de los pantalones, alcanzó su sombrero y buscó en el bolsillo su reloj de
leontina. Entornó los ojos para ver las agujas y murmuró algo sobre Fernando,
luego se levantó, se llevó la mano al ala del sombrero y caminó despacio hasta
perderse entre los viandantes. Irene no hizo el más leve intento por retenerle.
Tan vulnerable lo vio, tan poca cosa, y tan sombrío, que la escasa
determinación que le quedaba se le escurrió del cuerpo y se quedó vencida sobre
el respaldo del banco. Notó que lo que había sido rabia se tornaba en una
pesadumbre que le provocó el mayor destrozo de cuantos había sufrido en los
últimos años: sentía lástima. Por primera vez en tanto tiempo se preguntaba si
tenía algún motivo real para odiarle y si, como le dijeron los suyos, no sería
más práctico el olvido que el rencor y más leve desfigurar la memoria que
encumbrarla con heroísmos de novela.
Se levantó y decidió que
la próxima vez no iría sola.
El único hijo de don Santiago
Lozano había muerto quince años atrás, ya lo hemos dicho, en una de las esquinas
de la Plaza Nueva, cuando entonces se llamaba de La República. Si uno acude a
los distintos documentos que registran los sucintos pormenores de esta muerte encontrará
que recibió una bala en la cabeza proveniente de un fusil apostado en la azotea
del edificio de la Telefónica, que el proyectil entró por el hueso parietal y
salió por los dientes y que, aunque hubo alguna dificultad en reconocerle por
los estragos que el agujero de salida le produjo en el rostro, su filiación fue
corroborada por varios testigos que refirieron, al pie del cadáver, que había
llegado con el grupo de falangistas que apuntaba contra el edificio. Mentiras.
La verdad es que Fernando había pasado toda la mañana montando barricadas en el
Altozano, junto a su novia y otros afiliados de la Juventudes Socialistas, que
en algún punto sin determinar entre el Puente de Isabel II y la Plaza de La
República debió unirse a los que corrían tras los primeros rumores que hablaban
de que los levantados habían posicionado una pieza apuntando al edificio de la
Telefónica, que fue de los pocos que no se entretuvieron en saquear palacios y
en quemar iglesias, y que a eso de las dos de la tarde un cañonazo desprendió
un cascote de la fachada y le destrozó la cabeza.
Don Santiago Lozano fue
avisado del suceso cuando ya Fernando yacía en una fosa común, junto a otros
que sí habían tenido la oportunidad de recibir su tiro de gracia. Movió los
hilos que pudieron sus influencias para colocar a su hijo entre los nombres
afectos al levantamiento y hasta se procuró una tumba vacía en el cementerio de
San Fernando y un epígrafe en el registro del libro de enterramientos. Fingió
el desenlace de su biografía, ya que no pudo encarrilársela mientras estuvo
vivo, y se consoló con el convencimiento de que así honraba la memoria de su
hijo, al tiempo que defendía su propia dignidad. Durante quince años, al menos,
así lo entendió. Pero no se crea nadie que don Santiago mudó sus convicciones
por certezas o argumentos ajenos, sino porque a sus ochenta años supo, por sufrirlo
en carne propia, que no hay ningún honor en la mentira, sino un escarnio
silencioso y tenaz capaz de remover la sangre hasta encenderla.
Esa era una de sus
amarguras cuando Irene Bermúdez lo encontró en aquel banco de la Plaza Nueva. La
otra era haber amado a su hijo con un amor distante y sin caricias. Para
entonces no era vacío lo que sentía; había superado ya la ausencia del hijo
muerto como había superado otras pérdidas: la muerte de doña Pilar Teruel, su
esposa, con la que vivió un amor casi célibe y sostenido sobre los andamios de
un cariño convenido desde la cuna de ambos, y la venta de sus negocios de telas
a una familia de británicos que tardó poco en liquidar sus existencias de
popelín, pana y satén para proveer sus escaparates y sus almacenes con camisas
de paño inglés importadas desde Barcelona. Sus dos únicas pasiones, por las que
vivía y por las que hubiera muerto y matado. Por su hijo Fernando no era pasión
lo que sentía, sino más bien un compromiso que se agrandaba a medida que iba
creciendo al margen de sus convicciones más básicas y abrazaba aquella fe laica
que hablaba de igualdades y repartimientos, al otro lado del río, entre el humo
de los alfares y las proclamas que atentaban contra los de su propia estirpe,
arrastrado por aquella mujer del arrabal que, según le dijeron muchos años
después, trabajaba el barro con manos de diosa. Ese compromiso, como una
transacción comercial que se arregla con un apretón de manos, o como su mismo
matrimonio, marcaba las pautas de vida de don Santiago hasta el punto de que el
desafecto y el desapego formaban parte de un amor del que no tuvo conciencia
hasta muchos años después de enterrado su hijo, cuando ya era tarde para una
reconciliación que debió pactarse el mismo día que doña Pilar lo trajo al mundo
en la habitación principal de su casa. Porque el niño vino con el pan bajo el
brazo, es cierto, con un próspero negocio que heredaría cuando a su padre no le
alcanzara la vista para repasar cuentas y albaranes y una casa grande de dos
plantas, patio interior y recias escaleras de alabastro, donde perpetuar su
linaje, pero también traía escrito un distanciamiento que quedó patente cuando
don Santiago, después de una madrugada en vilo, fumando cigarro tras cigarro en
el balcón, tomó en sus brazos al niño, rojo, congestionado aún por la trabajera
del parto, y comprendió, al distinguir en la cara de su esposa un gozo y una
luz hasta entonces inéditos, que aquella criatura venía a malograr la última
esperanza de amarla y ser amado con un amor de verdad. Lo devolvió a los brazos
de su madre, le dio un beso a doña Pilar con el que apenas rozó su frente aún
sudorosa, y salió de la habitación con la certeza de que nunca logaría amar a su
hijo como sangre de su sangre, sino como fruto de un amor pactado y a
conveniencia, que es lo que era su farsa de matrimonio con aquella mujer que se
le había dado fría y distante en cada una de sus noches.
Desde el día de su boda
doña Pilar se había entregado al rito carnal con impavidez de roca, pero con el
ánimo secreto de traer al mundo a una progenie bulliciosa que viniera a suplir con
su alegría las vastedades recias de su casa y a dar sentido a un vacío que se
agrandaba con la sola presencia de don Santiago. Mientras más se esforzaba en
amarlo, mayor era su rechazo y su
repugnancia, apenas atenuados por una lástima sincera hacia aquel hombre que
jamás entró en su lecho sin anunciarse y sin pedir permiso y que la recorría,
con los ojos cerrados y la luz apagada, con cautela más propia de cirujano que
de amante.
Doña Pilar nunca cumplió su
empeño y su progenie se quedó en uno. Un niño moreno que heredó de su padre el
pelo negro y siempre revuelto y de su madre el talle enclenque de puro hueso y
una mirada distraída que, desde temprana edad, parecía posarse, con el pasmo de
la eterna sorpresa, sobre los muebles y las cortinas durante horas, alimentando
un espacio interior con ensoñaciones propias de proletario, según diría su
padre tantos años después, o con una
extensión que no conseguían abarcar sus ojos, más allá de aquellas paredes,
hacia el río y el arrabal de Triana, según pensaba su madre cuando supo de
aquella novia que modelaba lozas en los alfares del arrabal. El caso es que don
Santiago no volvió a traspasar las puertas del dormitorio de su esposa, y su
esposa, con cuarenta años recién cumplidos, jamás sintió la urgencia de
llamarlo a su lado, entretenida en sus labores de madre y estrenando cada día
la alegría de ver crecer a su hijo en las vastedades cada vez menos tristes de
su casa. Don Santiago le guardó fidelidad, aún después de muerta, y prolongó su
celibato hasta el fin de sus días, acostumbrándose a amarla a una distancia
prudente, procurándole hasta los más ridículos caprichos, conformándose con
compartirla con el aire de las habitaciones y oyendo su voz como podría haber
oído la voz sin resonancias de un fantasma. Se pactó una distancia entre ambos,
de modo tácito, como se había pactado años antes su matrimonio, y se propuso
amar a Fernando con lo misma medida e implicación que le imponía su esposa. Sin
aspereza. Sin que una brizna de resentimiento viniera a pintar de antipatías lo
que debiera sentir por aquel ser venido de su sangre, pero con un afecto lejano
y juicioso.
Fernando fue creciendo
entre la devoción desmedida de su madre y el desinterés no disimulado de su
padre, que lo mismo hacía funciones de tutor, mostrándole por la mañana con
espíritu académico las buenas costumbres que su madre malograba en las tardes blancas
de paseos por La Alameda, que de maestro comercial, instruyéndole en los
entresijos de la compra y venta de los tafetanes, la geometría precisa de los
cortes o los colores de temporada, sin sacar el más mínimo provecho porque,
como años más tarde reconocería, Fernando era un niño al que los conocimientos
le entraban en las venas por vía del amor, y él nunca fue capaz de transmitirle
un gesto cariñoso mientras le ponía al tanto de la vida.
Un día supo que cada
tarde, tras salir de la oficina, cruzaba el río y hasta bien entrada la noche
permanecía en Triana. Fernando tenía dieciocho años y hasta entonces se había
criado en un paisaje sucinto entre el negocio familiar, la casa y el Círculo,
con escarceos dominicales a La Alameda y excursiones que nunca iban más allá de
este lado del río, y aunque imaginó que ya le había llegado la edad de las
tabernas, la edad en que la sangre bulle con otros ánimos más ansiosos, arrinconó
a doña Pilar contra la mesa del salón principal, la tomó del brazo con una
energía que hasta entonces nunca había exhibido y, por primera y última vez en
su vida, se atrevió a darle una orden. Doña Pilar le mantuvo la mirada, se zafó
de su mano con un gesto suave y le contestó, mientras se volvía a su
dormitorio, que ya no eran horas de prohibir, que se había enamorado y que el
amor no entiende de convenios. A partir de entonces no supo de los amoríos de
Fernando más que por las conversaciones llenas de claves y secretos que
mantenía con su madre, que la muchacha trabajaba en un alfar, que no iba nunca
a la iglesia y que compartía una vivienda de dos cuartos con seis hermanos y un
padre al que el humo de las tejas lo había terminado por postrar en un colchón
del que sólo se incorporaba para escupir polvo y orinar barro.
Cuando los tiros amainaron
y Sevilla se sumió en la paz tensa de una guerra que buscaba sus frentes hacia
el norte, don Santiago sintió la necesidad de hallar algunas respuestas a la
muerte de Fernando; no le bastaba para consolarse con imaginarle abstraído y
alelado por aquella mujer que hacía jarrones y levantaba barricadas, y aunque
la compuso en su fantasía con un poderío físico capaz de absorberle los sesos a
cualquier hombre, hasta el punto de hacerle renegar de su fe o del lugar que le
había tocado por nacimiento, su sentido estricto del amor y el rigor de sus
propias convicciones le sembraban de dudas a ese respecto. No conocía ninguna
fuerza más poderosa que la familia, ninguna razón por la que renunciar a ella o,
incluso, envilecerse hasta el punto de vagar por su casa como una sombra que
ignoran su propio hijo y su esposa. Aún así, al principio, no intentó saber de
ella, convencido de que a esas alturas su cuerpo andaría sepultado en alguna
fosa, y luego porque la muerte de doña Pilar le sumergió en una soledad profunda
de casa sin ruido y sin olor que le apartó del mundo para siempre.
Doña Pilar murió a los
seis meses exactos de morir Fernando. Desde entonces no había levantado cabeza.
Dejó de comer y sólo hablaba para rogarle a su marido que encontrara el sitio donde
había sido enterrado su hijo, se atavió de luto riguroso y comenzó a vagar por
los pasillos de la casa como una sombra, anticipándose a su propia muerte, y
saliendo de ella sólo para llevar flores a aquella tumba vacía del cementerio
de San Fernando. Dispuso su alma el diecisiete de enero y el dieciocho, a las
dos de la tarde, dejó de respirar. Don Santiago quedó solo para siempre,
amarrado a una soledad como no había conocido, rastreando, mientras
permanecieron en la casa, aquellos olores que recordaba de su esposa,
avizorando entre las sombras la ilusión de verla aparecer por los pasillos y
rastreando en el crujido de las maderas de los muebles un espejismo de pasos
que se acercan y nunca llegan. Y supo con qué ímpetu disimulado la había amado,
con qué oculta pasión se había sostenido durante cuarenta años, y con qué
vileza había desterrado a su hijo de sus pensamientos, y comprendió, tarde para
enmendarlo, que hubiera conquistado a aquella mujer esquiva y fría como una
piedra a poco que hubiera aprendido a amar a aquel ser de sus entrañas.
Descubrió una dimensión nueva en ese amor que había negado a su hijo y comenzó
a sentir la pena irreparable de no poder volver atrás. En las soledades
inmensas de su casa se vio a si mismo jugando con él, besándole su frente
minúscula, revolviendo su pelo y, en medio de sus fantasías de viejo, disfrutó
de la risa franca de doña Pilar observándoles desde sus labores de costura,
desde el patio, desde los corredores sin fin de su casa, desde una alegría que
nunca había existido y nunca jamás existiría. Todo esto supo en aquellas
vastedades sin habitar.
Al terminar la guerra, con
sesenta y ocho años cumplidos, liquidó sus negocios, se enclaustró en su casa y
con ochenta fue por primera vez a aquel banco a contemplar las melladuras del
tiempo y las balas sobre la fachada del edificio de la Telefónica, donde un día
lo buscó Irene Bermúdez y lo encontró dormido, con el brazo izquierdo apoyado
sobre el respaldo forjado y la cabeza echada sobre el brazo.
Los grandes espacios
abiertos la empequeñecían aún más dentro de su vestido de domingo. En la cárcel
había tenido que acostumbrarse a las angosturas, a los pequeños espacios donde
se hacinan las sombras, a los paseos circulares junto a paredes renegridas por
el moho, y a caminar encorvada. Hacía el esfuerzo por erguirse y reponer en sus
huesos hinchados por el reúma aquella antigua dignidad que le robaron a golpes,
aunque sabía que ya nunca podría enderezarse y eso la hacía sentirse más
vulnerable mientras más extenso era su entorno. El muchacho que la acompañaba
la sujetaba del brazo y observaba, pasmado, la soledad inmensa de la plaza. Aún
colgaban los farolillos y las banderitas rojas y amarillas del quince aniversario
de aquella fecha de sangre, ajándose al sol de los últimos días de julio, petrificados
bajo un cielo quieto y sin aire. Los pájaros y las palomas dormitaban entre las
hojas de los naranjos o en las alturas de las palmeras, como criaturas
disecadas dispuestas a tomar de nuevo la plaza y su tiempo a poco que el sol
les ofreciera una tregua.
Se sentaron bajo una
sombra. Ella se arregló el vestido, se lo alisó con aquellas manos hinchadas
con las que había modelado las mil curvas de mil jarrones, y se enderezó cuanto
pudo. El muchacho se sacó la gorra y se secó la frente con las mangas de la
camisa, se tiró del cuello con dos dedos y buscó con la mirada a Irene. Cuando Irene
asintió se desabrochó el primer botón de la camisa. Permanecieron un rato
callados, observando el reloj del ayuntamiento y sus minutos lentos que
marcaban las seis de la tarde. Calculaba que don Santiago, por el calor, aún se
demoraría un poco, y hubiera deseado conservar aquella lucidez alegre de antes
de la guerra para hablar con el muchacho de tantas cosas que aún tenían
pendientes, pero él se anticipó a sus deseos y le señaló con el brazo extendido
hacia una de las esquinas de la plaza.
—Allí fue, madre.
Irene asintió. Hubiera
querido hablar. Decirle que se parecía tanto a su padre que sentía el tiempo
detenido en otra edad. En realidad era el mundo el que parecía retenido en las
canículas de julio, sofocado bajo aquel sol de justicia, y hasta la nostalgia
se achicharraba a fuego lento más allá de las sombras. No pudo articular
palabra. Calló, sin dejar de mirar aquella fachada contra la que se estrelló el
primer cañonazo que ocurrió en Sevilla para inaugurar un tiempo de amarguras y bocas
calladas. El muchacho la acompañó en su silencio, mirando con ojos de asombro
hacia las cuatro esquinas de la plaza y las ramas de los naranjos que
comenzaban a agitarse con aquella vida minúscula de pájaros que se desperezan.
La vida seguía. Nunca se había detenido, había marcado sus derroteros y los
había seguido contra la voluntad de muchos y la determinación voraz de otros
tantos. Irene imaginó que en aquella paz de árboles, de plaza deshabitada y
canícula de siesta, el enemigo seguía al acecho, que quince años de régimen no
habían hecho más que enquistar los rencores, que la lucha permanecía en la
arena y que sólo quedaba esperar para que la justicia brotara de aquella tierra
abonada por los caídos. Para ella era tarde. Se sentía mansa y terriblemente
cansada y sólo se aferraba a la única esperanza de que don Santiago Lozano reconociera
los rasgos de Fernando en los rasgos de su hijo.
Don Santiago llegó a la
plaza a las siete. Desplegó al aire su pañuelo y lo colocó sobre un banco.
Cuando Irene y el muchacho se acercaron el viejo ponía en hora su reloj con el
reloj del ayuntamiento y no los vio hasta que no los tuvo delante. Don Santiago
se tocó el sombrero, Irene correspondió asintiendo con la cabeza y el chico se
quitó la gorra y la amasó entre las manos. Ninguno dijo nada. A Irene se le atragantó
en la garganta el discurso que traía aprendido de memoria, a don Santiago se le
paró el reloj del tiempo en los dedos al ver aquellos cabellos oscuros y
revueltos, y el muchacho, con la mirada distraída, observaba con el pasmo
heredado de su padre y de su abuela las primeras palomas desgajadas de los
árboles y su vuelo vertical hacia las fuentes.
El tiempo de las palomas
colmaba a la tarde blanca de arrullos cuando don Santiago Lozano se levantó del
banco, extendió su mano y, por primera vez en su vida, pasó sus dedos sobre el
pelo de su hijo.
© j quesada, del texto y la foto