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sábado, 3 de febrero de 2018

Cuerpo habitado



Este relato fue distinguido con el XVII Premio de Narración Breve "Julio Cortázar" de la Universidad de Murcia, en el año 2011.

 


Durante cuarenta años seguidos viví, sin salir un solo minuto de sus paredes, en una casa pequeña, blanca y acogedora, al pie de una carretera flanqueada de chopos.
A la casa la coronaba un tejadillo a dos aguas, uno de cuyos faldones caía sobre una azotea cuajada de verdina. En esa azotea, desde donde asistí a los cortejos fúnebres de mis padres y a las bodas de mis hermanos, se estancó la humedad de las lluvias de tantos años hasta filtrarse por los pilares y esponjar las paredes. Tenía la casa dos ventanas enrejadas por donde mis vecinos me alcanzaban las provisiones justas para no tener la necesidad de salir en tantos años de reclusión voluntaria, y los encargos de costura de los que he vivido de forma austera y silenciosa. Un jardincito en la parte delantera con un naranjo amargo y un patio trasero, pequeño, donde en tiempos hubo una pila que servía para lavar la ropa o para que los niños nos refrescáramos en las tardes de verano y mi padre se arrancara la grasa y el carbón, y donde asistí a mi primer deslumbramiento de mujer cuando Amador se desnudó ante mis ojos pasmados.
Cuarenta años pasé entre aquellas paredes, y sólo habría salido de ellas para mi propio entierro si antes no hubieran llegado los peritos con sus calibradores de cemento, sus cascos previsores, sus sonrisas oficiales y sus buenas palabras de tiene usted que abandonar esta casa antes de que se le venga encima. Los técnicos convinieron en afirmar que la nieve de cal sobre las colchas, la herrumbre del techo, las vigas esponjadas por los hongos, eran algunos de los síntomas de que la casa padecía una enfermedad incurable, un achaque terminal al que convenía poner fin de forma expeditiva, que no era otra cosa que cortar por lo sano y ayudarla a morirse con la dignidad de un derribo en toda regla. Nada de dejarla vencer por la intemperie, nada de dejarla que se consumiera en su propio polvo y que algún desaprensivo caminante entrara en ella cuando, en uno de sus más que previsibles estertores, se viniera abajo por el cansancio. Firmé el desalojo y aquella misma mañana salí con lo puesto, que es lo que debí hacer cuarenta años antes —en aquella otra época en que lo que había fuera de la casa no me procuraba más que incertidumbre y desconsuelo— en vez de recluirme entre sus sombras y someterme a su cobijo.
No había un alma en la calle. A la mayoría de los más viejos del pueblo se les había olvidado ya la pobre y desquiciada Clarita, alma en pena entre las sombras de su casa, lapidada en vida y por voluntad propia desde un tiempo que ya nadie sabía calcular. Y los más jóvenes sólo conocían de aquel fantasma de la casa de los chopos las historias más o menos truculentas que habían oído referir a varias generaciones —a menudo adornadas con pasajes sangrientos sin fundamento alguno— sobre amoríos prohibidos con un hombre enorme y fantasmal del que parió mil hijos deformes como gárgolas. No sé si en sus desvaríos de comadres acertaron a descifrar aquella verdad oculta en las tripas de la casa, pero lo que sí sé es que la única verdad que se ocupó mi madre de ventilar y alentar, la única que daba sostén a aquella reclusión de décadas, era la menos terrible de todas: la pobre y desquiciada Clarita vivía anclada y sumergida en su casa desde el día que Amador, con los preparativos de boda ultimados, la abandonó para no regresar jamás.    
Nunca nadie supo de dónde llegó Amador, pero siempre se le vinculó, por haber coincidido con ellos en la llegada, a las partidas de temporeros que venían de La Vega a sacar carbón cuando el mal tiempo daba fin a sus quehaceres agrícolas. Mi padre, eso nos dijo algún tiempo después, supo que aquellas manos no eran manos de agricultor, que no eran como las manos áridas de los temporeros, agrietadas por la intemperie, ariscas, labradas por el roce del almocafre y arañadas por los matojos, sino manos de barrenero, duras y talladas a golpes. Ese detalle debió ponernos en guardia, sobre todo a mi madre, previsora incesante de los peligros del alma. Mi padre, más confiado, se lo llevó a su cuadrilla y el primer día regresó contando cómo se había hecho al manejo de la barrena y cómo había doblado la cota de carbón del más experto de sus picadores. Entre mi padre y Amador se cimentó una súbita camaradería sólo comprensible para aquellos que lo hubieran conocido, pues en la forma de moverse, en su mirada de ojos vivos y sinceros, en su diálogo pausado y como distante, había un aura de criatura desvalida que nos desarmó de cualquier mecanismo de defensa. No más de una semana tardó mi padre en traérnoslo a comer a casa, y hasta le ofreció la pila de nuestro patio para asearse.
Yo nunca había visto a un hombre desnudo, y en la candidez de mis diecisiete años aún no era capaz de imaginarme los límites del cuerpo bajo el cobijo de las prendas, cuáles eran las curvas que trazaba la anatomía y cuáles eran una prolongación de las ropas. Puede que por curiosidad, o porque ya merodeaban por mi cuerpo las primeras ansias de mujer, trepé hasta la encimera de la cocina y descorrí el visillo del ventanuco que daba al patio. Mis ojos fueron descubriéndolo a medida que el agua recorría su cuerpo y de su cara de busto medieval se desprendía poco a poco la grasa y el carbón hasta emerger sus facciones sonrosadas y duras, el cuenco de sus manos repartiendo el agua por cada recoveco de su cuerpo, sus palmas abiertas contra su pecho áureo, sus brazos recios como barrenas, el declive prometedor de su ingle, el temblor de mis manos tras el visillo de la ventana, el pálpito irrefrenable, la ráfaga de su perfume de hombre limpio arrinconando a mi pecho, ahogándolo en aquel vaho de lavanda. Cuando levantó la mirada hacia el ventanuco y descubrí el vértigo de sus ojos azules y profundos, estaba tan deslumbrada por su desnudez que tardé un tiempo en dejar caer el visillo. Debió ver en el pasmo de mis reflejos algo así como un reto ante el que no pudo retroceder, pues cuando algo más tarde nos cruzamos en el comedor, mientras mi madre y yo ultimábamos sobre la mesa los detalles —la jarra del agua, la loza de los domingos, la cubertería de las pequeñas solemnidades— noté el inefable murmullo de su respiración agitada, la forma en que parecía envolverlo todo con un resuello que yo sólo oía y que no podía ser otra cosa que la confirmación de encontrarse reflejado, desnudo, inconmensurable, en mis ojos aturdidos y en mi mirada esquiva y torpe sobre la mesa.
Se me cayeron los cubiertos y derramé la jarra sobre el mantel. Entonces nuestras manos se tocaron, al acudir a levantar la jarra, y yo sentí por primera vez algo parecido a una caricia, a una descarga eléctrica delgada y mínima, a un quebranto irreparable. Lo que vino algún día después, en el primer descuido de mis padres, el descubrirnos mutuamente nuestros cuerpos con el tacto de los labios y las manos, la urgencia de sofocarnos como a dos ascuas incombustibles —más vivas cuanto más la asfixiábamos con nuestro deseo—, el punto sin retorno de la primera vez, el ojal de sangre, el resquemor leve de la culpa… sucedió de la misma forma que ocurrió aquel momento en que nuestros ojos se cruzaron en el patio, sin que ninguno de los dos tuviera la percepción de haberlo forzado y con la certidumbre secreta de que nuestros cuerpos estaban abocados a un encuentro animal que habría de estremecerme para el resto de mi vida.
Aún siento sus pulsaciones aquí, en este regazo que alimentó a su hijo, donde todavía hierve esta sangre que no ha petrificado el tiempo. Creo que lo amé, como al primer y único hombre, aunque este amor lo ha ido inflando la memoria con retazos de vida que no han sido, con parches de cemento contra la pared de aquella casa que hoy ya no existe y que cayó para recuperar lo que el olvido nunca supo enterrar. Y puede que esta remembranza de hombre poderoso, de barrenero capaz de socavarme con sólo su mirada envolvente, mientras no me miraba y parecía detenerse en cualquier cosa, en un retrato que en la sala congelaba la mirada vieja de mis abuelos, en los cacharros de la encimera de la cocina, en el hervor del guiso que mi madre aliñaba con su resuelto gobierno de señora de la casa, no sea más que una distorsión de otra realidad que ha enmohecido el tiempo y aquellas paredes de vida sucinta y sin remedio.
Hasta que Amador llegó a mi casa yo sólo había sido una niña, dieciocho años casi, despreocupada de todo lo que no fueran sus domingos de paseo y sus bailes en el Círculo, que no sabía del amor más que aquello que la gente asociaba con el pecado, con la carne alegre y con la perdición del alma. Una niña que quedó deslumbrada por su desnudez precisa en el contraluz de aquel patio que desquebrajaron las aguas y por donde la casa se hubiera ido entera de no mediar el rugido de las máquinas, y por donde se fue, primero mi candidez, y luego el futuro por escribir, mi vejez rodeada de niños y un marido al que cuidar y querer con ese amor difuso y casi célibe que demostraban mis padres y que hubiera perpetuado, como se esperaba de mi, y como yo esperaba que ocurriera algún día.  
Mi madre, atenta al más leve suspiro, tenaz y vigilante, terriblemente piadosa, mi madre, guardiana de la buena moral, capaz de pedir la hoguera para el más mínimo desliz de la carne, beata inconmensurable, pero ufana de su hospitalidad, de sus puertas abiertas a aquel hombre que venía cada tarde a cortejar a su hija, se compuso en la cabeza un noviazgo breve y de vestido blanco para acallar a las posibles habladurías. Hasta ya hablaba con don Nemesio para ir aderezando la iglesia, fijando plazos, esbozando ceremonias, organizando banquetes de medio pelo, cerrando el círculo hasta que aquel hombre de temperamento educado y sexo montaraz debió abrumarse por las campanas de boda y tomó el camino de los chopos para desaparecer en la niebla de los tiempos, sin conocer siquiera la existencia de aquel ser que se gestaba en mi vientre.
Yo me quedé allí, clavada, habitada por una casa que ya no existe. Esperando. Eternamente esperando. Con su hijo latiendo como una culpa, y luego con el vacío de no tener a ninguno, desligados de mí, apartados por el aire. Cuando admití que se había ido para siempre me sentí ligera, como una hoja vencida que ha depositado el viento sobre una charca, leve, como si lo que ocurría o hubiera de ocurrir no tuviera nada que ver conmigo. Así lo veo en la distancia, como un azar que se resolvió sin mi concurso, como si yo misma hubiera sido una parte ajena de la escena y sus tramoyas, un adorno silencioso en la casa, una mancha de humedad tenaz incorporada al paisaje. Creo que entonces, abandonado mi cuerpo y mi determinación a aquel estado de voluntad relajada, tomó aquella casa posesión en mi organismo, instaló sus enseres y sus recuerdos de casa vieja en mi sangre y acomodó sus paredes a este cuerpo vencido de humedades.
Mi madre, cuando aún no se había repuesto de aquella puñalada en su orgullo y del infortunio de aquel casamiento frustrado, descubrió en mis náuseas mañaneras y en el sonrojo de mis mejillas aquella verdad que se dispuso a encubrir con todas sus fuerzas y a costa de cualquiera. Sentenció que en toda casa hay un cuadro torcido, pero que en su casa no iba a permitir que lo hubiera, y dispuso todo para el gran fingimiento. Me prohibió salir a la calle, aleccionó a mis hermanos sobre cómo contestar a todo aquel que preguntara por mí y castigó con sus reproches a mi padre hasta que la silicosis le comió los pulmones. Se sucedieron entonces, una a una, durante meses, las tardes en la penumbra de la sala, con las cortinas cerradas a cal y canto para que las murmuraciones no vinieran con la luz blanca de después de la siesta a llenar de inquina y maledicencia a la vergüenza de mi familia. Mi madre disimuló el honor perdido entre labores de hilo mientras mis manos, estas que endurece la artrosis, tejían una eterna bufanda contra el frío de la espera, con la madeja sobre un regazo cada vez más sinuoso y menos discreto, pero apartado de la vista y de las visitas inoportunas que venían a preguntar cómo andaba Clarita, que hacía semanas que no se la veía por la plaza, y que en el Círculo habían preguntado por ella. Cuando alguien llegaba mi madre me encerraba en mi cuarto, donde yo aguantaba el resuello, fingiendo en la reclusión de aquellas paredes unas fiebres que habrían de durar meses y que ella describía al coro de filandonas con detalles médicos que se inventaba, sin reparar o sin importarle ocultar aquella vergüenza de vientre hinchado con otra vergüenza, la de mentir, la del fingimiento, incluso a sabiendas de que todo el pueblo conocía los deslices de Clarita con aquel forastero que vino para una temporada a sacar carbón. Desde la penumbra de mi cuarto las oía, ya en la calle, propagar sus cuchicheos y perderse por el camino de los chopos, en dirección al pueblo, lamentándose alegremente de la desdicha de Clarita, abandonada a pocos días de la fecha fijada y con el altar rebosante de flores, sin imaginar, las pobres arpías, que las fiebres no eran de amor roto, de orgullo quebrado, sino de náuseas de embarazada, de matriz arrasada, de cuerpo pequeño atándose a la vida, de pecado carnal que no podía airearse —mi madre se hubiera muerto de la vergüenza— como sí se pudo airear, como mal menor, la pena por el hombre ingrato que tomó el camino de los chopos para no regresar jamás.
Nunca nadie, fuera de mi familia, supo de aquel ser que se gestaba en las penumbras de mi vientre. Ni nadie lo hubiera sabido, a no ser por esas máquinas que levantaron la casa. Cuando mi hijo vino al mundo —de manera sigilosa, como estaba dispuesto— si aún quedaba algo de la niña que fui hasta que llegó aquel hombre, ese algo permaneció sepultado para siempre. Quedé como una hoja muerta sobre la cama, la mirada extraviada en la techumbre que tantos años después habrían de arrebatarme las lluvias y las máquinas, exhausta de un parto que duró hasta bien entrada la madrugada, insensible al llanto que quebraba los silencios de la noche. Cuando mi madre cortó el cordón umbilical respiré con el alivio de aquel peso ya fuera de mí, lejos, como en otro mundo distante y ajeno. Sumida en una paz de cuerpo abandonado oía aquel lamento cada vez más lejano, hasta que al fin el silencio se tragó de un solo golpe el alboroto desconsolado de mi hijo y los murmullos del alba ocuparon cada rincón de la casa hasta restablecer el sigilo, el disimulo, la mentira…
Me incorporé, me bajé de la cama y anduve, apoyándome en las paredes del pasillo, hasta la claridad de alba que venía del patio. Avancé como en un sueño, levitando hacia el momento terrible de descubrir a mi madre con los ojos cerrados y las manos sumergidas en la pila. Murmuraba un padre nuestro y le chorreaba el sudor por la cara hasta sus brazos tensos y firmes. Creo que me miró. Aunque puede que el recuerdo distorsionado que guardo de aquello, esta percepción desvaída de una imagen tantas veces sobrevenida y tantas veces olvidada, me engañe hasta el punto de no haber visto a mi madre inclinada sobre la pila más que en mis sueños y que mi imaginación hiciera el resto. Pero lo que sí es cierto es que mi padre arrancó la pila al día siguiente, levantó el suelo y lo volvió a restaurar, esta vez con cemento, justo en el punto donde dicen que encontraron sus huesecitos comidos por el barro y los ácidos del pozo ciego. Yo nunca dije nada. Dejé hacer, afrontando aquella verdad como algo que ocurría fuera de mí, como en un sueño cuyos azares escapan a cualquier posibilidad de someterlos.
Para cuando mi madre me permitió salir, ya sin la hinchazón delatora de mi vientre, se había apoderado de mí la apatía por todo lo que pudiera ofrecerme la calle y me entregué a la molicie y al hábito cómodo de ver pasar la vida por mis ventanas, alejada de las muchedumbres y el contacto con el aire libre, aletargada por una rutina amable y sin riesgos, por las tareas de la casa y las costuras con las que me he ganado la vida, quemado mi vista y endurecido mis dedos, ocupada en un universo sucinto de pespuntes y dobladillos. Me anexioné sin darme cuenta a la casa y la casa me transfundió su sangre hasta habitarme y hacerme sentir como una piedra más de sus paredes.
Cuando el pasado mes de noviembre crucé la puerta, por primera vez después de cuarenta años sin salir de ella, no era dolor lo que sentía, ni pena, a pesar de que aquella quebradura que atravesaba la casa, de ventana a ventana, y que delataba su estado de ruina, pareciera una estría más de las que llevo en mi alma. Giré la llave; una precaución inútil que me reconfortó y me dio aliento para salir al camino y abandonar la casa de una vez, pues así constataba que quedaba cerrada para siempre y que ya podía derrumbarse y sepultar los recuerdos de los cincuenta y ocho años que tengo. Atravesé la maleza del jardín sumida en un vértigo espeso que me acolchaba los pasos y me alejé por el camino de la chopera, por donde se había ido aquel hombre que cuarenta años atrás entró en mi cuerpo como un trueno.
No me volví una sola vez, y a medida de que me alejaba de la casa mayor era la sensación de que me alejaba de mí misma. Cuando pasaran las máquinas a derribarla, pensé, sería mi vida la que convertirían en puro escombro, mi vida sumada a los restos del derribo, disimulada entre las cañerías, los estucos pulverizados y el aliento de las cenizas.


© j quesada, del texto y las fotografías

4 comentarios:

  1. Ay Pepe! La lectura de este cuento fue como un puñetazo al mentón que me dejó noqueada. No sé si dolor o rabia fue lo que sentí frente a la crueldad a que fue sometida Clarita y el desenlace -todo- que tuvo tanto su vida como la hipocresía que imperaba entonces donde la vida de un ser humano valía menos que la "opinión" de la sociedad. Creo que no podría leer de nuevo la historia pues en esta primera lectura, un nudo en la garganta casi me asfixia y terminé respirando más aliviada cuando la vi salir al aire, caminando sin rumbo pero dueña de su cuerpo y de su alma... Quizás incidió en ello, que Clarita, también s ellamaba la esposa del pintor más famoso de nuestra historia: Blanes. A esa Clarita -por celos- su esposo le construyó un habitáculo sobre el propio museo y allí la encerró; ella enloqueció y permaneció en su encierro hasta su muerte. Leyéndote, creo que lloré por las dos Claritas... Felicitaciones . Un beso y gracias por escribir tan hermoso.

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  2. Gracias, amiga. Fíjate que, sin conocer esa historia, escribí una con cierto paralelismo. Las historias se suceden y se repiten. Un beso.

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  3. Leerte en este relato, me retrotrae a una época aún muy presente y nada olvidada. Una época marcada por muchas tragedias absurdas. Has sabido prestarnos alguno de estos pasajes de sufrimiento en primera persona, para siquiera poder acercarnos a ellos y hacernos sentir vergüenza, por la parte que nos toca. No puedo más, que felicitarte. Enhorabuena.

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