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lunes, 25 de diciembre de 2017

Los malos augurios


Este relato recibió el primer premio del XVII Certamen Literario "Ana Velasco", de Marcilla, Navarra, en el año 2011

El perro se lo trajeron a Lázaro cuando era un cachorro de mastín y aún andaba con la barriga pegada al suelo. Por eso fue el primer ser vivo, después de Jacinta, en barruntarse la desgracia. Jacinta ya llevaba un buen rato en el patio cuando pasó por su lado y, sin detenerse, se acercó hasta la cerca para olisquear el rastro de su amo. Luego levantó el hocico en dirección a la luna, profirió un gemido breve y aulló tres veces antes de dar dos vueltas sobre sí y echarse con la cabeza entre las patas. Jacinta lo miró, se palpó el vientre, y asumió que su augurio estaba a punto de confirmarse. Cuando las sirenas aullaron su toque de arrebato y las campanas doblaron anunciando la desgracia, Jacinta se acercó hasta el mastín, le acarició el lomo y le ordenó con un gesto que entrara en la casa. Jacinta lo siguió, se vistió con las prendas negras que tenía guardadas desde los tiempos de su ajuar de novia, se preparó una tila para vencer a las angustias, y se sentó en la mecedora, con el perro a sus pies, a esperar que alguien viniera a transmitirle la noticia que ella ya sabía desde antes de conocer a Lázaro. Se sentía exhausta y vacía, y casi no apreciaba el lastre de su vientre hinchado, como si el cumplimiento de sus vaticinios la hubiera dejado aliviada de culpas por no haber sabido retener a su marido. 

Lo había intentado. Estuvo tentada de decirle a Lázaro, abiertamente, que esa noche sucedería un derrumbe en Pozo Concepción y que a él y al Bocanegra les iban a sacar en una bolsa de lona. Pero para ella la lectura de los designios y la adivinación del porvenir es un don que no admite alardes y hubo de inventarse un dolor en el abdomen para retenerle; una punzada continua que, mintió, parecía provenir de los primeros malestares del parto. La comadrona, después de aplicarle el oído al vientre, lo despachó como aprensiones de primeriza. Hasta dentro de un mes, este niño no viene, sentenció cuando se cruzó con Lázaro en el pasillo. Lázaro tomó su fiambrera, entró en el dormitorio, le dio dos besos a Jacinta en la frente y se fue a la mina.  

            Jacinta, por los efectos de la tila o por cansancio, se amodorró en la mecedora, mientras se consolaba asumiendo que la muerte de Lázaro estaba fijada desde muchos años atrás y que hasta el costero que habría de reventarlo esa noche, cuando las paredes de la galería cedieran al empuje del grisú, formaba parte de una fatalidad escrita contra la que no pudo rebelarse. Y así, en el ligero sopor de la espera, olió por primera vez aquella intensa emanación a sudor y a flores muertas.

            Cuando abrió los ojos, el perro ya no estaba.  





            El olor a flores muertas y a sudor volvió a notarlo la tarde que regresó del entierro, y hasta creyó ver flotar por las penumbras de la casa, errática y sigilosa, una transparencia de gasas que perforaba el aire y espolvoreaba de brillos la oscuridad. En los días sucesivos el tufo fue impregnando la ropa y los enseres, postergando a la nada a aquel otro olor remoto que recordaba de su hombre. Pero era a primeras horas de la noche, cuando el silencio de la madrugada activaba los murmullos de esa otra dimensión y los sigilos de los muertos cedían a la relajación de su natural compostura, cuando desde el piso de arriba llegaba un trajín de cajones y puertas que se cerraban, desde la cocina se propagaba el tintineo de los cacharros y por los pasillos se deslizaba el eco sordo de unos pasos que se detenían en la alcoba principal. Y fue allí, en el dormitorio, en la mecedora donde Lázaro había pasado las últimas noches para velarle el sueño intranquilo que él atribuía a la pesadez del embarazo, donde Jacinta lo encontró una noche —grasiento de hulla y sudoroso, como si hubiera acabado de salir de la mina— con la mirada perdida en un punto de la cama aún por deshacer. Las mismas heridas que le desfiguraron la cara en el derrumbe aparecían nítidas y chorreantes de sangre, vivas de purulencia y polvo de carbón, y a no ser por el mono azul ajironado y el casco de minero, Jacinta podría haber confundido aquella presencia con cualquier otro espíritu del purgatorio.

            Las primeras noches compartieron la vigilia; él con la mirada vacía y una respiración de piedras que, sin duda, no era de este mundo; y ella con una serenidad resignada y una expectativa que le permitía mantenerse despierta hasta que las primeras luces del alba vencían al insomnio. La primera noche que se atrevió a dirigirle la palabra durmió de un tirón. Le preguntó que si él sabía adónde había ido el perro. El ánima del hombre se encogió de hombros, se levantó de la mecedora y se metió en la cama. Jacinta comprendió que aquella presencia iba a quedarse un tiempo —que su natural clarividencia no sabía definir— y con la mansedumbre con que había acatado cada uno de los plazos de una existencia prefijada hasta en los más leves sucesos, se durmió junto al alma del hombre sudoroso y grasiento cuya respiración fría y pedregosa llenaba de un hondo perfume a flores muertas y a transpiración cada rincón de la casa.

            Jacinta había perdido por completo la capacidad de ver más allá de lo que ocurría en ese mismo momento o lejos de su entorno, como si la presencia en la casa hubiera cegado los ojos que alumbraban hacia esa otra dimensión del tiempo y del espacio en la que ella se había movido de forma natural y sin alardes durante toda su vida. Se sentía aliviada, liberada de las certidumbres, pero no podía evitar la angustia de imaginarse al perro muerto en alguna cuneta, o arrastrando el hambre y el frío por alguna calle perdida. Le hubiera querido preguntar al espíritu y saber si él, desde esa otra existencia, era capaz de alumbrarle, pero desistió de inmediato, pues notaba que lo que en otro tiempo había sido una pasión desmedida por el mastín, era ahora una apatía que unas veces manifestaba con un leve izar de hombros y otras veces con un silencio que recordaba a Jacinta la condición de alma en pena de aquella presencia que perfumaba su casa.

            Una noche Jacinta se tocó el vientre y, como si hablara sola, dijo que el bebé parecía querer salirse por el lado de las costillas, y que sentía ahora un pie y ahora un codo buscando la forma de atravesarle el pellejo. La presencia se irguió de la mecedora, con la mirada encendida, y hasta las transparencias de su cuerpo de aparecido se tornaron opacas. Fue entonces cuando Jacinta comprendió todo lo que le había sido vedado hasta ese momento: la huída del perro, la cautela con la que el aparecido recorría las estancias de la casa, y la desgana general a todas sus costumbres de vivo. Pero sobre todo supo que hasta que no alumbrara a su hijo su espíritu seguiría deambulando por la penumbra de la casa, velándola entre la mecedora y la cama y transpirando ese sudor infinito de flores muertas al que ya se había acostumbrado.






            El niño vino al mundo a las dos de una madrugada de luna llena. La comadrona, que era un poco bruja, auguró para el chiquillo toda suerte de parabienes, sustentándose en la desproporción de sus genitales. Jacinta, sin embargo, se sentía aliviada por no poder predecirle un futuro, y por la sensación de vacío en la que flotaba después de un parto que duró seis horas. Durante todo ese tiempo, el ánima asistió impasible a los trabajosos ejercicios de respiración y luego a los envites que desde dentro empujaban milímetro a milímetro a ese prodigio de la vida, y sólo se alteró cuando, encendido por la trabajera del parto, el niño estalló en un llanto de cristales rotos que le izó de la mecedora, le llevó en vilo hasta la cama, y le sacó una lágrima estremecida de susto y de emoción contenida que desconcertó hasta a la misma madre. Cuando la comadrona le puso el niño entre los brazos, y abandonó la habitación, Jacinta se volvió hacia donde le llegaba la respiración pedregosa, suspiró, y depósito al niño entre su cuerpo y la silenciosa presencia que le había acompañado en las últimas semanas.

            —Ya vale, Bocanegra —dijo, como si hablara al vacío, o consigo misma— da un beso a tu hijo y vete con tu mujer o a donde quiera que vayáis los muertos. 

            A las ocho de la mañana el niño despertó a Jacinta con los llantos del hambre. Miró hacia la mecedora vacía antes de tomarlo en sus brazos y abrirse apenas el camisón, y comprobó con alivio que la única presencia fantasmal de la habitación era un haz de polvo suspendido que proyectaba la luz filtrada por los visillos, y una mixtura de olores desvaídos entre los que identificó un tufo remoto a transpiración y un regusto lejano a flores mustias. Cuando sintió la diminuta punzada buscando su pezón ya sabía que su casa era otra vez del reino de los vivos, y cuando volvió los ojos para mirar al niño supo, de vuelta a su natural clarividencia, que el niño sería minero, como su padre.


© j quesada, texto y fotos



miércoles, 20 de diciembre de 2017

En otros tiempos de guerras y de ahogados



 Este relato recibió el primer premio en el XVI Certamen Literario "Santoña... la mar", en el año 2011



 A Juan Manuel Sainz Peña, por compañero y por cierto viaje al norte






         El día que Alfonsino Melo se embarcó en el Boa Esperança, la negra Teresa Bento soñó que un banco de arenques la rodeaba y que tiraba de sus ropas hasta enterrarla en un jardín submarino de sargazos fosforescentes. Se despertó, ahogada aún por los vahídos de una visión que parecía más de este mundo que del mundo de los sueños, y se incorporó en la cama sin dejar de mover los brazos hasta sacudirse a manotazos un cardumen de arenques invisibles. El sudor que la empapaba desprendía un tufo tan pronunciado a yodo que le vinieron a la memoria los humores salitrosos de todos y cada uno de los marinos que habían pasado por su cama. Se levantó, se cepilló los dientes y la lengua para desprenderse aquel aliento a légamo y algas viejas que le había quedado en la boca como rescoldo vívido de la pesadilla, y tomó de la percha del recibidor una bata de vivos colores que fue abotonándose mientras bajaba las escaleras.

El mulato Vasconçellos le dijo la noche anterior a Teresa que Alfonsino Melo se embarcaría al amanecer, así que aceleró el paso cuanto pudo mientras cruzaba las calles en penumbra y observaba que las primeras luces del alba recortaban los perfiles de Morro Branco. Parecía que aquella mole de piedra y monte devastado se bastaba para contener a toda la luz de África, pero Teresa Bento se dijo que nada en África era eterno, ni siquiera la noche, por eso cuando llegó a la taberna del mulato Vasconçellos y el sol, de golpe, como si hubiera rebosado de las alturas, derramó sus blancores sobre la ciudad, la negra deseó con todas su fuerzas que Alfonsino Melo aún no hubiera salido para el puerto y que María Breinert hubiera logrado en aquella última noche lo que ella no habría conseguido nunca: retenerlo para siempre en el archipiélago.    

Abrió la puerta, con las llaves que aún conservaba del tiempo en que cantaba en la taberna, y avanzó por el local sin accionar la luz. Oyó ruido en la trastienda y se detuvo. Le costó avanzar, ahora que sabía que aún tenía tiempo para persuadirle, y se sorprendió a sí misma figurándose a María Breinert y Alfonsino Melo enredados aún en el abrazo de la madrugada y apurando el último sudor de sus cuerpos, y aunque se dijo que de Alfonsino Melo sólo esperaba ya que la oyera al menos en esta súplica, no pudo reprimir un temblor que le agitó el alma y los huesos al imaginarle cerca, como aquella otra vez que la rechazó. Se sobrepuso del vértigo, volvió a la áspera realidad y llamó con los nudillos en la puerta de la trastienda.

Alfonsino Melo le pidió que pasara.  





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En los años setenta la taberna Vasconçellos era un antro de paredes descascarilladas y luz cenicienta, con una barra de formica renegrida de vino viejo y saudade y una docena de mesas dispuestas en torno a una tarima elevada dos palmos sobre el suelo. Cada noche, antes de descubrirse la habilidad de leer en los posos del café los designios del porvenir, y mucho antes de que la alemana María Breinert la arrinconara en una mesa apartada, la negra Teresa Bento cantaba fados y boleros sobre esa tarima. Sobre ella, se dice, cantó una noche Cesaria Évora cuando no era más que una chiquilla de pies descalzos y voz trémula.

En aquel tiempo incierto de tabernas y buques de guerra, con medio África levantado contra Portugal, el local del mulato Vasconçellos era un hervidero de almas errantes y clientela diversa. Un antro que igual daba de comer a un misionero en su escala hacia Malabo, que abastecía de mujeres a toda la armada portuguesa. Entre sus mesas se cerraban oscuros negocios y trapicheos menores. Los contrabandistas del archipiélago se daban la mano mientras en las sillas aledañas algunos poetas jóvenes con ínfulas de cambiar el rumbo del mundo pergeñaban sus versos sobre mesas grasientas de aguardiente; y viejos marinos mercantes, curtidos de barlovento y lejanías, hablaban a gritos, y en distintos idiomas, de los verdes paisajes de la remota Irlanda o del perfume con olor a suspiro de una muchacha de Amberes.

            Teresa Bento apenas rebasaba los veinte años. Tenía entonces la misma inocencia de recién nacida que cuando el mulato Vasconçellos se la encontró, envuelta en un saco de lona, en el basurero de un arrabal de Mindelo. El mulato alquiló una teta a Fabiana Galloso, que por entonces amamantaba a un hijo que habrían de llevarse años más tarde, destrozado por una granada,  las aguas de un río de Namibe, y crió a Teresa entre los humos de la taberna y el colegio que los hermanos Maristas habían levantado con velas de circo en un solar próximo al puerto. Los mismos religiosos la bautizaron, le dieron un apellido postizo con el que disimular sus orígenes expósitos, y la educaron en una fe que habría de perder, como la inocencia, el día que Alfonsino Melo la rechazó en la trastienda.   

Todas las noches Teresa Bento se subía a la tarima, el mulato Vasconçellos prendía una luz cenital y todo el negro luminoso de sus carnes resplandecía en la taberna. Se aplazaban entonces los tratos, los viejos marinos acallaban sus voces, los poetas sus susurros de dolor vago, el fraile misionero apartaba la cuchara de la sopa y poco a poco, como una ola que se aleja, se apagaba el murmullo hasta quedar sólo el silencio. Cuando tañía el cavaquinho y el violín emitía su  quejido,  envuelta en aquella voz melosa y susurrante, se le olvidaba a la clientela que a pocas millas, en el continente, se libraban muchas guerras.

Tenía ese don Teresa Bento, y por más que los hombres estuvieran dispuestos a romperse el corazón a cuchilladas por uno solo de sus besos, o que sus desplantes enviaran a algún poetilla enfermo de amor a las fauces del suicidio, la negra irradiaba una paz que a todos congregaba en torno suyo, mansos como vacas y expectantes a una mirada que habría de elegirlos para el amor, o no. Aparte de la calidez de su voz, la dulzura con que derramaba un bolero entre las mesas, la insinuación siempre viva de sus ojos o el olor a jazmín marino que desprendía su cuerpo al pasar, era la promesa de cataclismo que ofrecían sus larguísimas piernas la que volvía bobos a los hombres. En cualquier caso, su belleza era de un fatalismo inconsciente y la forma en que elegía a sus amantes no era premeditado, sino que ocurría, como casi todo en Mindelo, por azar, de manera que podía darse a seis hombres distintos una misma noche o pasar largas temporadas de abstinencia, y nunca nadie supo a qué recóndito impulso respondía su corazón para elegir a unos y desechar a otros. Ella decía que era puro amor, y nunca cobró por ello ni un escudo, ni se encamó con nadie por lástima. Amaba, y los hombres, que acudían a su cuerpo encendidos como ascuas, regresaban vacíos y leves y con menos ganas de exhibir sus maneras de filibustero, y hasta el mercenario deponía las armas mientras le duraba aquel atisbo de vida celestial en la memoria.    

En este ambiente propicio para la lírica y el menudeo, el fado, la fanfarria y el amor, llegó una primavera, con su enigmática sonrisa de gioconda y dos baúles de junco extenuados de polvo, el único hombre que le dijo no a Teresa Bento. Se llamaba Alfonsino Melo, y nunca nadie supo de dónde vino; del mundo, decía. Tomaba un barco —lo mismo le daba un ballenero cantábrico que un carguero japonés— y sin importarle el rumbo que tomaba su proa, se empleaba por poco más que la comida y unos pesos, y  se bajaba en el primer puerto donde amarraba sus maromas. El último buque que tomó le dejó en el puerto de Mindelo como podría haberle dejado en una playa de Alejandría o en un fiordo del Mar de Bering.

Se decía que era el talante azaroso de Alfonsino Melo lo que la volvió tarambana y la bajó de las nubes de gasas del olimpo terrenal en que vivía ajena, como nadie, a los desplantes y a los caprichos del amor. Pero la verdad es que más que el azar —pocas cosas en Mindelo se premeditaban o se cumplían bajo el rigor de un orden fijado de antemano— era el brillo de su sonrisa misteriosa, ambigua, iluminada siempre por un halo translúcido de mona lisa la que mantuvo viva y perturbada para siempre a Teresa Bento, que un día se desnudó para él en la trastienda donde el mulato Vasconçellos lo había alojado, apartó con manos delicadas las ariscas sábanas de lona del catre carcelario y, como una sirena rendida y complaciente, se tendió a esperarlo. Alfonsino Melo, con toda la dulzura que le permitieron sus manos ásperas de maromas, le alcanzó sus ropas desparramadas por el suelo para que se vistiera y le susurró al oído que no podía ser, que él andaba de paso, y le soltó aquella cursilada, impropia de un hombre duro de corazón salitroso, de que su alma pertenecía al mundo.    

Salió de la trastienda desorientada y a medio vestir, cruzó la taberna, tropezó en varias mesas y se juró allí mismo que Alfonsino Melo acabaría sucumbiendo y arrastrándose, como todos, por un beso. Esa fue la primera noche que no cantó en cinco años, y la primera que la vieron encendida como un hachón de sacristía y tan fuera de sí que hasta aquel halo de paz con que amansaba a los hombres más pendencieros y silvestres se tornó torbellino del infierno. Aquella criatura celestial, que había conocido antes los envites de la carne que el desconsuelo del rechazo, que había amado sin esperar nada a cambio más que levitar sin peso como una mujer gorrión, acababa de saber que era capaz de odiar y de sentir rencor. Acababa de encontrar su lado oscuro.

A partir de entonces nada fue lo mismo y Teresa Bento espació sus actuaciones, aquejada unas veces por una profunda melancolía y otras por una cólera demencial, y languideció en una mesa apartada, rechazando a unos por pura apatía y tomando a otros por deporte, mirando de reojo o desafiante, según la noche, emborrachándose hasta el estrago con las pequeñas felicidades de las mesas aledañas, o flotando entre los efluvios de una vida de la que parecía alejarse, alejarse, alejarse…hasta el punto de no sentir la más mínima zozobra cuando María Breinert ocupó su lugar en la tarima, blanca como una mañana reflejada en las arenas de Mindelo, con su voz áspera de teutona antigua y sus estrafalarios sombreros de frutas, sus batas de tafetán y sus pendientes roscados, cantando músicas de otras latitudes más gélidas y derramando su sensualidad recia por las mesas, mientras el mulato Vasconçellos prendía la luz cenital y miraba para otro lado, avergonzado de su diminuta infidelidad, aún a sabiendas que Teresa Bento al único a quien reclamaba alguna explicación, buscando con la mirada entre las mesas o las penumbras del pasillo que daba a la trastienda, era a Alfonsino Melo.

Fue otra época dorada de la taberna Vasconçellos, y aunque para el más borracho de los parroquianos era posible notar la diferencia entre la diva morena y la blanquísima vedette, aquel tiempo de bárbaros, de vida barata, aquel tiempo en que África hervía salpicada de pequeñas guerras en cada arrabal y en las tabernas sedimentaba la amargura, propició que la clientela aceptara la permuta como un signo de los cambios que se avecinaban. Y hasta Teresa Bento aceptó con resignación que María Breinert, al final de cada noche, se deslizara hasta la trastienda para no salir de allí en tantas horas como ella era capaz de permanecer vigilando, mientras fumaba un cigarro tras otro y apuraba los vasos de vino amargo, incapaz siquiera de sentir ya ni odio hacia Alfonsino Melo ni envidia ni rivalidad hacía María Breinert, sino una apatía de mascarón de proa —inmutable contra el vaivén de las mareas— en la que se hubiera perdido para siempre si en una de esas noches de vino y aburrimiento no llega a descubrir que era capaz de adivinar el porvenir cuando en las volutas de humo del cannabis vio que a Joao Galloso, su hermano de leche, lo acababa de desintegrar una granada en las orillas de un río de Namibe.        

Fuera porque encontró otro sentido a su vida, o porque le zarandeó la visión desgarradora, Teresa Bento pasó del canto al tarot apenas su madre postiza le confirmó con el telegrama que llevaba arrugado en la mano que de Joao Galloso no habían encontrado ni el pellejo. Y ya sólo vivió para perfeccionar ese don de la anticipación que se había descubierto, y sufrió mucho, pues eran tiempos convulsos de tiros y de naufragios y no había una noche que no recibiera de las zurrapas del café la señal de un cuerpo acribillado o el reflejo azul de un ahogado. La exuberante Teresa Bento, cantante de fados y boleros, se convirtió con el tiempo en la lánguida y extenuada Teresa Bento, nigromante, insomne y atormentada por tantas terribles visiones que hasta creyó enloquecer cuando anticipó la muerte, aquella noche que soñó con arenques, del único hombre al que había amado con un amor duradero y el único, que se sepa, que le dijo no a su cuerpo desnudo.

La verdad es que su don no era infalible y por mucho que quiso perfeccionar su talento no pudo nunca amaestrar las sensaciones, ni traducirlas de manera que lo que a ella se le representaba en la mente tuviera una traslación exacta en la realidad. Más que adivinar, se aproximaba por vía de la intuición; y sí, supo que Alfonsino Melo iba a morir ahogado en los próximos días, pero lo que no adivinó, mientras atravesaba aquella mañana la taberna en penumbra, era que cuando abriera la puerta de la trastienda no encontraría el cuerpo pálido de Alfonsino Melo abrazado al cuerpo níveo de María Breinert, sino a Alfonsino Melo arreglando su equipaje, metiendo en uno de los baúles de junco los calcetines, los calzoncillos plegados y sus camisas, y en el otro el vestido azul con que María Breinert debutó seis meses atrás, sus tafetanes de arabescos imposibles, sus paipáis de mimbre, sus batas chinescas y sus sombreros exuberantes de plumas y pompones, y aún cuando su primer impulso fue creer que María Breinert lo acompañaría en su viaje, le bastó mirar detenidamente la habitación y no hallar de ella más que su vestuario y la sonrisa de mona lisa que compartía con Alfonsino Melo para descubrir por fin el enigma de que el único hombre que le dijo que no y la única mujer que mantuvo vivo el espíritu de la taberna Vasconçellos mientras ella se perdía en los vericuetos de la apatía y en los arcanos de la adivinación, eran una misma persona.  

Teresa Bento necesitó recuperar el resuello después de la carrera y la revelación, y se sentó en el mismo catre carcelario donde meses atrás se había desnudado para él, y le comunicó la fatalidad de sus sueños, aún a sabiendas de que el destino había echado sus cartas sobre la mesa y que el azar, ese que Teresa Bento desvelaba con horas de anticipación, había dispuesto un lecho de sargazos para Alfonsino Melo en alguna sima oceánica entre el Cabo Bojador y las islas de Madeira.    





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Eso pasó hace mucho tiempo, en una época en que todos iban de paso y la vida se iba consumiendo entre amarguinhas y apuestas al todo y nada. Ya no llegan buques de guerra a Mindelo, ni sus habitantes salen al encuentro de los mercantes con sus barquitas desconchadas, ni el local del mulato Vasconçellos sabe de otra clientela que esa que arriba a Cabo Verde atraída por las arenas blancas y el exotismo maquillado de sus cafés y sus tabernas. Estos que llegan ahora vienen con muchos dólares en los bolsillos y la serenidad palpitante de quien se encuentra a salvo de la más ligera contingencia. Entran en la taberna y enseguida se contagian de la alegría del cavaquinho y se confunden con los tonos claros o templados de sus paredes, camuflados en un ambiente pensado para ellos. Es un tiempo sereno, tan distinto a aquel otro tiempo convulso e incierto en el que la clientela de la taberna Vasconçellos arribaba a sus mesas con la sed del mar en la garganta y la entrepierna entumecida por las abstinencias oceánicas, por eso Teresa Bento, con sus sesenta años cumplidos, apura un ron oscuro sentada en una de esas modernas mesas que el mulato se hizo traer de Praia antes de morir, y se pregunta cada tarde si Alfonsino Melo, cuando encuentre la senda del regreso, querrá volver ahora que la taberna huele a perfume embotellado y los altos plafones de sus techos iluminan lo que antaño fueron penumbras, pues Teresa Bento a veces pierde la memoria y ni se acuerda del naufragio del Boa Esperança, y otras veces le lucen los ojos con el saudade de aquellos tiempos menos benévolos en que la vida se jugaba al azar y se perdía. Mantiene vivo ese halo que apacigua a los hombres, y los convoca mansos a su lado, y aunque ha perdido la belleza de sus mejores días, y su piel bruñida de luz cenital parece ahora el pellejo encallecido de un elefante viejo, aún los niños se le acercan atraídos por el sosiego que emana de sus ojos. Ella los bendice, y recuerda que una vez fue capaz de odiar al único hombre que le dijo que no, pero que volvió a la cordura la noche que se le enredaron los signos de sus presagios y descubrió su secreto.

Ahora sólo espera que se le resuelva el último misterio, pues hace semanas que sueña piedras del desierto, y en algún sitio ha leído, me dice, que esa conjunción sólo puede ser el aviso de su propia muerte.  



© j quesada, del texto y las fotografías