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lunes, 25 de diciembre de 2017

Los malos augurios


Este relato recibió el primer premio del XVII Certamen Literario "Ana Velasco", de Marcilla, Navarra, en el año 2011

El perro se lo trajeron a Lázaro cuando era un cachorro de mastín y aún andaba con la barriga pegada al suelo. Por eso fue el primer ser vivo, después de Jacinta, en barruntarse la desgracia. Jacinta ya llevaba un buen rato en el patio cuando pasó por su lado y, sin detenerse, se acercó hasta la cerca para olisquear el rastro de su amo. Luego levantó el hocico en dirección a la luna, profirió un gemido breve y aulló tres veces antes de dar dos vueltas sobre sí y echarse con la cabeza entre las patas. Jacinta lo miró, se palpó el vientre, y asumió que su augurio estaba a punto de confirmarse. Cuando las sirenas aullaron su toque de arrebato y las campanas doblaron anunciando la desgracia, Jacinta se acercó hasta el mastín, le acarició el lomo y le ordenó con un gesto que entrara en la casa. Jacinta lo siguió, se vistió con las prendas negras que tenía guardadas desde los tiempos de su ajuar de novia, se preparó una tila para vencer a las angustias, y se sentó en la mecedora, con el perro a sus pies, a esperar que alguien viniera a transmitirle la noticia que ella ya sabía desde antes de conocer a Lázaro. Se sentía exhausta y vacía, y casi no apreciaba el lastre de su vientre hinchado, como si el cumplimiento de sus vaticinios la hubiera dejado aliviada de culpas por no haber sabido retener a su marido. 

Lo había intentado. Estuvo tentada de decirle a Lázaro, abiertamente, que esa noche sucedería un derrumbe en Pozo Concepción y que a él y al Bocanegra les iban a sacar en una bolsa de lona. Pero para ella la lectura de los designios y la adivinación del porvenir es un don que no admite alardes y hubo de inventarse un dolor en el abdomen para retenerle; una punzada continua que, mintió, parecía provenir de los primeros malestares del parto. La comadrona, después de aplicarle el oído al vientre, lo despachó como aprensiones de primeriza. Hasta dentro de un mes, este niño no viene, sentenció cuando se cruzó con Lázaro en el pasillo. Lázaro tomó su fiambrera, entró en el dormitorio, le dio dos besos a Jacinta en la frente y se fue a la mina.  

            Jacinta, por los efectos de la tila o por cansancio, se amodorró en la mecedora, mientras se consolaba asumiendo que la muerte de Lázaro estaba fijada desde muchos años atrás y que hasta el costero que habría de reventarlo esa noche, cuando las paredes de la galería cedieran al empuje del grisú, formaba parte de una fatalidad escrita contra la que no pudo rebelarse. Y así, en el ligero sopor de la espera, olió por primera vez aquella intensa emanación a sudor y a flores muertas.

            Cuando abrió los ojos, el perro ya no estaba.  





            El olor a flores muertas y a sudor volvió a notarlo la tarde que regresó del entierro, y hasta creyó ver flotar por las penumbras de la casa, errática y sigilosa, una transparencia de gasas que perforaba el aire y espolvoreaba de brillos la oscuridad. En los días sucesivos el tufo fue impregnando la ropa y los enseres, postergando a la nada a aquel otro olor remoto que recordaba de su hombre. Pero era a primeras horas de la noche, cuando el silencio de la madrugada activaba los murmullos de esa otra dimensión y los sigilos de los muertos cedían a la relajación de su natural compostura, cuando desde el piso de arriba llegaba un trajín de cajones y puertas que se cerraban, desde la cocina se propagaba el tintineo de los cacharros y por los pasillos se deslizaba el eco sordo de unos pasos que se detenían en la alcoba principal. Y fue allí, en el dormitorio, en la mecedora donde Lázaro había pasado las últimas noches para velarle el sueño intranquilo que él atribuía a la pesadez del embarazo, donde Jacinta lo encontró una noche —grasiento de hulla y sudoroso, como si hubiera acabado de salir de la mina— con la mirada perdida en un punto de la cama aún por deshacer. Las mismas heridas que le desfiguraron la cara en el derrumbe aparecían nítidas y chorreantes de sangre, vivas de purulencia y polvo de carbón, y a no ser por el mono azul ajironado y el casco de minero, Jacinta podría haber confundido aquella presencia con cualquier otro espíritu del purgatorio.

            Las primeras noches compartieron la vigilia; él con la mirada vacía y una respiración de piedras que, sin duda, no era de este mundo; y ella con una serenidad resignada y una expectativa que le permitía mantenerse despierta hasta que las primeras luces del alba vencían al insomnio. La primera noche que se atrevió a dirigirle la palabra durmió de un tirón. Le preguntó que si él sabía adónde había ido el perro. El ánima del hombre se encogió de hombros, se levantó de la mecedora y se metió en la cama. Jacinta comprendió que aquella presencia iba a quedarse un tiempo —que su natural clarividencia no sabía definir— y con la mansedumbre con que había acatado cada uno de los plazos de una existencia prefijada hasta en los más leves sucesos, se durmió junto al alma del hombre sudoroso y grasiento cuya respiración fría y pedregosa llenaba de un hondo perfume a flores muertas y a transpiración cada rincón de la casa.

            Jacinta había perdido por completo la capacidad de ver más allá de lo que ocurría en ese mismo momento o lejos de su entorno, como si la presencia en la casa hubiera cegado los ojos que alumbraban hacia esa otra dimensión del tiempo y del espacio en la que ella se había movido de forma natural y sin alardes durante toda su vida. Se sentía aliviada, liberada de las certidumbres, pero no podía evitar la angustia de imaginarse al perro muerto en alguna cuneta, o arrastrando el hambre y el frío por alguna calle perdida. Le hubiera querido preguntar al espíritu y saber si él, desde esa otra existencia, era capaz de alumbrarle, pero desistió de inmediato, pues notaba que lo que en otro tiempo había sido una pasión desmedida por el mastín, era ahora una apatía que unas veces manifestaba con un leve izar de hombros y otras veces con un silencio que recordaba a Jacinta la condición de alma en pena de aquella presencia que perfumaba su casa.

            Una noche Jacinta se tocó el vientre y, como si hablara sola, dijo que el bebé parecía querer salirse por el lado de las costillas, y que sentía ahora un pie y ahora un codo buscando la forma de atravesarle el pellejo. La presencia se irguió de la mecedora, con la mirada encendida, y hasta las transparencias de su cuerpo de aparecido se tornaron opacas. Fue entonces cuando Jacinta comprendió todo lo que le había sido vedado hasta ese momento: la huída del perro, la cautela con la que el aparecido recorría las estancias de la casa, y la desgana general a todas sus costumbres de vivo. Pero sobre todo supo que hasta que no alumbrara a su hijo su espíritu seguiría deambulando por la penumbra de la casa, velándola entre la mecedora y la cama y transpirando ese sudor infinito de flores muertas al que ya se había acostumbrado.






            El niño vino al mundo a las dos de una madrugada de luna llena. La comadrona, que era un poco bruja, auguró para el chiquillo toda suerte de parabienes, sustentándose en la desproporción de sus genitales. Jacinta, sin embargo, se sentía aliviada por no poder predecirle un futuro, y por la sensación de vacío en la que flotaba después de un parto que duró seis horas. Durante todo ese tiempo, el ánima asistió impasible a los trabajosos ejercicios de respiración y luego a los envites que desde dentro empujaban milímetro a milímetro a ese prodigio de la vida, y sólo se alteró cuando, encendido por la trabajera del parto, el niño estalló en un llanto de cristales rotos que le izó de la mecedora, le llevó en vilo hasta la cama, y le sacó una lágrima estremecida de susto y de emoción contenida que desconcertó hasta a la misma madre. Cuando la comadrona le puso el niño entre los brazos, y abandonó la habitación, Jacinta se volvió hacia donde le llegaba la respiración pedregosa, suspiró, y depósito al niño entre su cuerpo y la silenciosa presencia que le había acompañado en las últimas semanas.

            —Ya vale, Bocanegra —dijo, como si hablara al vacío, o consigo misma— da un beso a tu hijo y vete con tu mujer o a donde quiera que vayáis los muertos. 

            A las ocho de la mañana el niño despertó a Jacinta con los llantos del hambre. Miró hacia la mecedora vacía antes de tomarlo en sus brazos y abrirse apenas el camisón, y comprobó con alivio que la única presencia fantasmal de la habitación era un haz de polvo suspendido que proyectaba la luz filtrada por los visillos, y una mixtura de olores desvaídos entre los que identificó un tufo remoto a transpiración y un regusto lejano a flores mustias. Cuando sintió la diminuta punzada buscando su pezón ya sabía que su casa era otra vez del reino de los vivos, y cuando volvió los ojos para mirar al niño supo, de vuelta a su natural clarividencia, que el niño sería minero, como su padre.


© j quesada, texto y fotos



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